Veo cosas a mi alrededor que me preocupan. Veo, en mis paseos tempraneros camino del trabajo, cada vez más personas sin techo, durmiendo a la intemperie en las todavía frías noches del invierno madrileño. He visto por la noche a personas peleándose por bolsas de basura recién sacadas al contenedor por un restaurante cercano a mi casa. Veo grupos de gente de mi edad, es decir de mediada edad, comportándose como adolescentes, bebiendo y haciendo ruido en la calle. Veo niños y adolescentes despreocupados por su futuro, decididos a no estudiar y a trabajar lo menos posible, aparentemente desencantados, a tan corta edad, con lo que la sociedad puede ofrecerles, y nada dispuestos a hacer algo por cambiar las cosas. También veo a personas con posibles (muchos o pocos, pero posibles), jóvenes y no tan jóvenes, que siguen con su vida como si la crisis que estamos pasando no fuese con ellos. Veo y leo (con asco) a políticos y periodistas retroalimentando su propia mediocridad, su cortoplazismo (si se me permite la palabra) nublando cualquier discusión d e fondo y de importancia. Y soy de los que piensan que ni siquiera somos capaces de imaginar (si escribiese en inglés utilizaría uno de mis verbos favoritos, “fathom”) el alcance del agujero en el que estamos metidos, lo mucho que nos va a costar salir de él –y quizá más en España que en otros sitios- y lo distinto que será el mundo cuando veamos la luz al final del túnel.
Pero, irremediablemente optimista como soy, me cuento también entre aquéllos que ven en esta crisis una oportunidad, la oportunidad de crear una sociedad sostenible. Pero para ver esta oportunidad hay que ver qué ocurre el mundo desarrollado post-industrial en el que vivimos.
Seamos honestos, el modelo de sociedad en el que hemos estado viviendo las últimas décadas no podía durar. No tenía ni tiene sentido que se pagasen los precios que aún se piden (pero por lo general ya no se pagan) por la mayor parte de las viviendas de nuestras ciudades. Aún tiene menos sentido que la gente considerase que esos precios, abusivos, desmesurados, eran correctos y solicitasen a los bancos unos créditos ingentes para pagarlos, endeudándose y endeudando a los hijos que quizá ni siquiera tengan, en la creencia equivocada de que el valor de la vivienda sólo sube, nunca baja. Los bancos, encantados de prestar a los ciudadanos de a pie el dinero que habían ganado en operaciones especulativas con instrumentos financieros casi imaginarios, basados en la propia lógica (¿ilógica?) de los mercados de valores, que es de comprensión imposible para la mayor parte de la gente. Por supuesto, el endeudamiento hipotecario es sólo parte de la orgía de gasto en la que todos (me incluyo, por supuesto) nos hemos sumergido en los últimos años. Coches, viajes, vacaciones, ropa. Cómpralo ahora, disfrútalo hoy, ya lo pagarás –o lo pagará-alguien, tus hijos, tus nietos o incluso otras personas en un continente lejano, en ése en cuyas factorías multitud de esclavos fabrican en condiciones inhumanas las zapas y las camisetas que tanto te gustan. Ésas cuya existencia desconocías hasta que las viste en un anuncio, momento en el que se convitieron en indispensables, al menos para un día.
Tampoco es sostenible el convencimiento, al menos en el mundo desarrollado, de que el crecimiento económico lo es todo. ¿Qué crecimiento hemos tenido, por ejemplo en España, los últimos 20 años? Hemos construido millones de viviendas, casi todas de mala calidad y ahora vacías. Hemos importado casi todo lo que nos hemos puesto o hemos comido (salvo “nuestro” jamoncito, eso que no falte). Hemos dejado de trabajar, importando la mano de obra que construía viviendas, carreteras y los coches que llenaban estas últimas. Podría escribir también del coste ecológico de ese modelo de crecimiento, del coste humano de atraer inmigrantes a quienes luego no damos derechos (y el de votar sólo si votas por mí, ¿eh?), del juego sucio de licencias de construcción y comisiones que ha sostenido las cuentas públicas y creado un superávit que no era sino otro espejismo más, pero tampoco quiero hacer aquí demagogia barata. El modelo económico ha sido el mismo en todo momento, nos gobernase quien nos gobernase. Al parecer, todo se autorregula, hasta que deja de hacerlo. ¿No sería preferible crecer mejor en vez de crecer más?
Pero mucho más preocupante, en mi opinión, es la quiebra que hay en la sociedad. Y no me estoy refiriendo a las diferencias de renta, o de clase. Me refiero, por ejemplo y sobre todo, a la pérdida de creencia en la educación como valor superior. Los padres de familia parecen haber renunciado a educar a sus hijos y si éstos se comportan mal, no estudian y sacan malas notas o exhiben comportamientos impropios es culpa del sistema educativo (cierto es que cambiarlo con cada cambio de gobierno es absolutamente lamentable), del colegio o del profesor o profesora de turno. Al parecer ya no es responsabilidad de los padres educar a sus hijos. Ahora se sigue siendo joven con 40 ó 50 años, no vamos a renunciar a pasarlo bien por tener que educar o dar ejemplo a nuestros hijos, qué aburrimiento. Los niños y adolescentes aprovechan la situación y dejan de estudiar y de interesarse por su futuro. Se quedan en casa hasta que no tengan más remedio. Ya heredarán algo. Para trabajar en una cadena de comida rápida, o en una zapatería, no se requiere formación, no merece la pena perder el tiempo con libros. Si sus padres hacen lo que quieren y el banco se lo paga todo, por qué no voy yo a hacer lo mismo. ¿A quién le interesa Aristóteles, Galileo, Voltaire, Darwin, Wittgenstein? Les interesa, preversamente y a sensu contrario, a los que creen y proclaman la teoría de la inteligencia creadora, que encuentran en el marasmo social el caldo de cultivo ideal para propagar sus ideas, nada inocentes. Pero no todo es malo, por supuesto, de vez en cuando compramos productos de “comercio justo”, algún kiwi de cultivo orgánico, damos un dinerillo a un ONG. Y fuimos, por supuesto, a las manifestaciones contra la guerra de Irak. Cumplimos como ciudadanos.
No es mi intención sonar como Obama, pero me gusta mucho la mención que hace últimamente a la necesidad de que los ciudadanos se comporten de un modo responsable. Creemos que todo son derechos (cuando ni siquiera sabemos los que nos corresponden o cómo reclamarlos o hacerlos respetar) y nos olvidamos de que tenemos deberes, obligaciones, responsabilidades. No me refiero a pagar impuestos, que también, sino a respetar lo que nos encontramos, intentar mejorar la sociedad, conservar los espacios y los bienes públicos y no tratarlos como si fueran de nuestra propiedad y por lo tanto a nuestra disposición para destrozarlos, trabajar con un sentido de pertenencia a una comunidad que es algo más grande que la familia que todos parecen respetar por encima de todo. Intentar dejar un mundo mejor, o al menos no peor, para aquéllos que vendrán detrás de nosotros.
En el fondo, lo que hace que nuestro modelo actual de sociedad no sea sostenible es la avaricia (de nuevo hay una palabra en inglés mucho más adecuada: “greed”). Nos comportamos como niños pequeños glotones y maleducados que lo quieren todo y lo quieren ya. No ahorraré para comprarme una casa. La compro ya, me la paga el banco, ya veré como la pago yo después. Ya lo he escrito aquí antes, me sorprende, y no en el buen sentido, la profunda infantilización de nuestras vidas. Se nos ha hecho creer, y nos hemos puesto a ello con devoción absoluta, que esta orgía de consumo y nuestra existencia como niños se podía prolongar indeterminadamente. La avaricia y codicia humanas no tienen límite y los últimos años han sido alimentadas hasta límites desconocidos, reflejados en las cuentas corrientes menguantes y las cinturas menguantes de una gran parte de la población del llamado (¿por cuánto tiempo más?) mundo desarrollado.
Decía antes y repito ahora que pienso que el mundo que salga de esta crisis va a ser muy distinto. Pero no necesariamente peor. Las crisis hay que aprovecharlas para hacer reformas de fondo, institucionales y sociales. Quizá me equivoque, pero de aquí puede salir algo bueno. Ojalá.
En mi imagen de una sociedad sostenible se parte de un concepto más participativo y activo de democracia, con mayor involucración de todos en el proceso de toma de decisiones. Más aún en un país como España, con tantas instancias (municipio, región, estado, Europa) de gobierno. No por ir a las urnas cada cuatro años disfrutamos de una democracia plena. Sin mayor participación ciudadana no podrá haber sociedad sostenible. ¿Sabemos quienes son nuestros concejales de distrito? ¿Nos dirigimos a ellos para hablar de nuestros problemas vecinales? ¿Exigimos algún tipo de rendición de cuentas a nuestros diputados o senadores? Vemos a los políticos tirarse los trastos a la cabeza en el Parlamento, escuchamos las tertulias radiofónicas o televisivas tan negativas y destructivas y nos creemos parte del debate político. Nada más lejos de la realidad. Lo que no vemos es a los mismos políticos tomarse cañas después del debate. Se ríen de nosotros. Políticos y periodistas. La conjura de los necios. Porque a la política se dedican los más mediocres, los que no saben hacer otra cosa.
Tampoco habrá democracia sin que seamos todos un poco más iguales. No puedo comprender que las mujeres, a igual trabajo, ganen casi 30% menos que los hombres. Sólo por ser mujeres. Es algo que no ocurre sólo en España, también por ejemplo en el paraíso del bienestar escandinavo. En todas partes se produce esta brecha. No podemos seguir obviando el problema de la educación, que es un problema de actitud muy marcado en nuestra sociedad. Hemos convertido el proceso formativo, a todos sus niveles, en una carga, en algo detestable, negativo, cuando al mismo tiempo nos felicitamos de los avances de la sociedad de la información, de la libertad en Internet, etc. La educación no puede ser sustituida por Wikipedia o por los foros, blogs o chats en Internet. Tenemos que crear una cultura ecológica auténtica. Todos queremos ser más verdes pero seguimos yendo a trabajar cada uno en nuestro coche, un hábito detestable que ha hecho que se degrade el transporte público en muchos sitios y que se ha ido extendiendo al mundo en desarrollo, donde el coche privado es uno de los pocos lujos que muchos se pueden permitir. No me las voy a dar de santón, pero vender el coche fue una de las mejores decisiones de mi vida.
Tengo esperanzas. Pero quizá es porque soy de los que tienden a ver el vaso medio lleno y no medio vacío. Me temo que esto va a durar mucho y no sé si vamos a tener la voluntad de cambiar nuestros comportamientos glotones, tan satisfactorios a corto plazo y tan dañinos a largo. Quizá el apretón de cinturón que ya tenemos aquí ayude a cambiar actitudes. Porque si no, me temo que, como dijo Loles León en "Átame", estamos apañados.