domingo, 30 de septiembre de 2007

En Nueva York


Escribo desde Nueva York. Una de las cosas extraordinarias de esta ciudad tan densa es el modo en que despliega sus zonas verdes. No me refiero a Central Park, sino a los pequeños "Squares" y plazas arboladas que son auténticos oasis en la cuadrícula. Me encanta el espacio verde, en pleno cruce de la Quinta Avenida con la calle 42, que está justo delante de la New York Public Library. Siempre hay sitio libre en alguna de las mesitas. Los compañeros de parque son vagabundos (tan educados y tranquilos), jóvenes tecleando ferozmente en su iBook, mujeres elegantes cargadas de bolsas de compras tomándose un respiro.

Al cruzar Madison Square Park vi un tordo precioso y muy gracioso dándose un baño en una fuente. Como llevaba la cámara en el bolsillo, la saqué para hacerle una foto. Me di cuenta de que justo encima de la fuente, en segundo plano, se elevaba el Empire State Building, algo difuminado por la calima. Sintiéndolo por el tordo, me concentré en hacer la foto al paisaje urbano. Hice tres, y aquí reproduzco una de ellas. En ninguna salió el edificio. Me pregunto por qué. ¿Será sólo la calima?

domingo, 23 de septiembre de 2007

Irresistible

Me descubrieron hace poco esta maravilla en youtube (¿Cómo era el mundo antes de youtube? Me cuesta recordarlo pero desde luego era peor). Sylvie Vartan canta "Irrésistiblement", uno de sus grandes éxitos de finales de los 60, cuando ya estaba casada con Johnny Halliday pero antes del terrible accidente de tráfico que la dejó totalmente desfigurada. Tuvo que pasar por muchos meses de cirugía plástica reconstructiva para continuar siendo el sex-symbol que siempre ha sido y, cuarenta años después, sigue siendo.

Me pregunto si una artista que no fuese francesa podría, en plenos años sesenta, haber dicho cosas como "Todo me arrastra irresistiblemente hacia ti... Todo me encadena irresistiblemente a ti..." y quedarse tan tranquila en su micro falda de cuero y sus botas de mosquetero por encima de la rodilla. La puesta en escena es lo mejor: las bailarinas, vestidas de Barbarella y peinadas de Betty Boop, con un toque de las muchachas-flor del Oro del Rin, bailando de modo sincopado como si fuesen robots que reciben órdenes. Y Sylvie Vartan, con su cintura imposiblemente fina y las piernas más largas que uno pueda imaginar, ni canta ni baila mucho, pero es sencillamente perfecta, como la propia canción, una joya pop con toques de "chanson" francesa. Incluye además un eco exagerado al final de la última estrofa que en su época debió ser el colmo de la modernidad tecnológica. Me pregunto si los Zombies lo copiarían para Groenlandia. Desde luego se parece.

Hurgando un poco en su historia uno se da cuenta de que Sylvie Vartan era un ejemplo, ya entonces, de la sociedad multicultural que era (y es: su actual Presidente puede dar fe de ello) Francia. No dejaba de ser una emigrante, nacida en Bulgaria, hija de padre de origen armenio y de madre húngara-búlgara. Pero pocas mujeres más esencialmente francesas puede haber que ella. Hay otro vídeo, posterior y quizá menos auténtico pero mucho más camp y divertido, con unos bailarines con trajes estilo Austin Powers y bailarinas con unos moños cardados que desafían la gravedad. Se puede ver aquí.

Si uno ve fotografías actuales de la Vartan, se encuentra a una mujer aún delgada y sumamente atractiva, en apariencia 20 años más joven. Y lo mismo se puede decir de sus contemporáneas France Gall, Françoise Hardy y las británicas trasplantadas a Francia Jane Birkin y Charlotte Rampling. La excepción es Brigitte Bardot, pero imagino que se debe a lo mucho que desgasta ser de extrema derecha. No sé qué tendrá Francia que hace que las mujeres, propias o importadas, conserven e incluso aumenten su atractivo con el paso de los años. Y soy consciente de que no he incluido en la lista a Catherine Deneuve. Debe ser el champagne o la sopa, pero tiene que haber algún truco, no pueden ser sólo genes o factores exógenos.

En España en aquella época no había nadie equivalente. Incluso mezclando generaciones sólo cabe destacar a Concha Velasco, que se conserva muy bien, a Marisol, de quien se sabe poco, a Rocío Dúrcal, la pobre, o a Karina, uno de mis grandes ídolos de infancia, que no ha envejecido demasiado bien. No teníamos en la España de la autarquía y del desarrollismo a nadie multicultural, salvo que incluya a Donna Hightower, o (en un momento posterior) a Betty Missiego o Mayra Gómez Kemp. Terreno en el que, de momento, no me quiero meter. Quizá Ana, de Ana y Johnny, con su cuerpo menudo y su voz enorme, podría haber sido nuestra gran superviviente pop. Pero su carrera, tras ser liberada del pudor en un momento fundamental de nuestra historia, no tuvo continuidad, aunque algunos no la olvidemos. Volveré sobre Ana y Johnny.

domingo, 16 de septiembre de 2007

La línea del cielo


Me siento muy orgulloso de esta foto. La tomé hace unos años, a principios de noviembre, desde el vaporetto que lleva a la ciudad atravesando toda la laguna. Caía una tromba de agua fenomenal. Me encanta el azul, casi irreal e idéntico, del cielo y el agua. Tiene un aire, y pido perdón por lo pretencioso de la comparación, a un óleo de Whistler. Y si uno se fija bien, se adivina la magnífica línea del cielo de Venecia.

Siempre digo que mis ciudades favoritas son Venecia, Hong Kong, Estambul, Nueva York. Lo único que tienen en común es la presencia del agua, una densidad casi agobiante y skylines o líneas del cielo inmediatamente reconocibles. No juzgo estas ciudades de un modo absoluto, ni pretendo, al incluirlas en una lista de favoritas, indicar que me gustaría vivir ahí. Creo que sólo en Nueva York, que conozco bien, y en Hong Kong, dónde sólo estuve, hace ya mucho, unos días, podría establecerme con ciertas garantías de vivir a gusto. Es su atractivo estético, histórico e incluso conceptual lo que me atrae de estas ciudades. Y su línea de cielo, por supuesto.

Si hubiese empezado a escribir este blog hace diez años (¿había blogs hace diez años?), cada entrada hubiese contenido una lista. Me encantan las listas: mis diez sopranos favoritas, las quince mejores patatas a la brava, los libros que cambiaron mi vida, mis diseñadores irrenunciables. También me encantan las ciudades, sobre todo si son estimulantes, diversas y ofrecen todo tipo de posibilidades de ocio y a la vez le permiten a uno vivir a diario en un microcosmos amable y reconfortante. Siempre que voy a un sitio nuevo me planteo si me gustaría vivir allí y me sorprende ver, tal como decía, que no siempre escogería para vivir las ciudades que me gustan o estimulan a primera vista.

Una revista aún nueva, Monocle, publicaba hace poco su lista de las mejores 20 ciudades del mundo para vivir. Los criterios que utilizaba son interesantes, pues no se refiere a las redes de carreteras y sí al transporte público, valora un buen sistema de educación pública frente a la privada, concede puntos positivos a las ciudades multiculturales y con altos niveles de tolerancia así como a la facilidad para iniciar un pequeño negocio, se fija en las horas de sol anuales, los horarios comerciales y la vida nocturna y valora mucho la sostenibilidad medioambiental. Quedan fuera de la lista las grandes metrópolis –salvo Tokio, que está entre las 5 mejores- como Nueva York o Londres, y son ciudades centroeuropeas y escandinavas de tamaño medio las que se encuentran en los primeros lugares.

Madrid, que sale bien parada en el listado de monocle, tiene una línea del cielo paradójica. El centro histórico tiene un skyline preciosode cúpulas y chapiteles que, con la gran excepción de la Plaza de España, ha cambiado poco desde que Goya lo pintase desde la pradera de San Isidro. El skyline madrileño moderno, por el contrario, es un disparate y las cuatro torres (feas y paletas, como cuatro espárragos aislados, o cuatro dedos de una mano enterrada gigantesca) que crecen en el norte de la ciudad y que me toca ver a diario desde la ventana de mi lugar de trabajo, lo van a empeorar decisivamente. Una línea del cielo no se hace de golpe y a golpe de talonario sino poco a poco, completando lo ya existente, valorando el modelo de ciudad, sus necesidades reales de crecimiento y, me disculpo por repetir una palabra fea, su sostenibilidad futura.

Hace un montón de años, el director Fernando Colomo hizo una película, hoy olvidada, en Estados Unidos y la llamó "La línea del cielo", en referencia al skyline que toda ciudad de Norteamérica construye y desea ver convertido en su seña de identidad. Fue a principios de los 80, cuando otros directores españoles probaban fortuna en EEUU, intentando hacer su película americana (Bigas Luna firmó "Reborn", también olvidada, en esa misma época; Trueba lo intentaría una década más tarde; Almodóvar aún espera, y hace bien). Llegar a Venecia, como a Nueva York, a Estambul, a Hong Kong o, por qué no, a Benidorm por mar es una experiencia difícil de olvidar. Emociona y da vértigo ver el cielo recortado por formas arquitectónicas caprichosas, construidas a mayor gloria de dios o del dinero, o de ambos a la vez. Y siempre hay un instante en el que se me pasa por la cabeza que quiero quedarme a vivir ahí para siempre, aunque al cabo de unos minutos, unas horas, o unos días, eche de menos mi casa, mi cama, mi calle, mi rutina diaria, tan perversamente reconfortante.

miércoles, 12 de septiembre de 2007

Encajar

Buenas tardes.

Uno de mis escasos lectores me pide que profundice en la figura del adolescente avergonzado por sus padres que cito en la entrada sobre la dictadura de lo joven. Después de darle muchas vueltas me he dado cuenta de que todos los adolescentes se avergüenzan de sus padres, lleven traje, chanclas o rastas. En eso consiste ser adolescente, en ser difícil, en descubrirse a sí mismo y a los demás, en darse cuenta de que no es fácil encajar.

Hay pocas palabras que deteste más que el adjetivo “normal” y el uso que hacen de ella quienes intentan imponer a los demás sus puntos de vista, pero no deja de ser fascinante cómo dedicamos gran parte de nuestros esfuerzos a ser normales. Prefiero de todos modos, y la cuestión no es meramente semántica, examinar el concepto de “encajar”: encajar en la sociedad, en la familia, en un grupo de personas, de amigos, en el trabajo, en una identidad, en la vida.

No es sencillo encajar. La canción de cuya letra sale el título de este blog cuenta la historia de un chico “que siempre fue solitario, sin alegría, en un mundo propio” a quien siempre le habían dicho que hay que pertenecer a un club si uno quiere “encajar” (hay que reconocer que el inglés es un gran idioma: el verbo “belong” que utiliza la canción es algo a medio camino entre encajar y pertenecer). Y luego el chico triste y solitario tiene la revelación: mientras dudaba entre escribir un libro o meterse a actor, escuchó al Ché Guevara y a Debussy con un ritmo disco y comprendió que... Lo que probablemente comprendió es que en realidad no hace falta hacer tantos esfuerzos para encajar, que somos como somos y que siempre habrá gente a quien gustemos y otra a quien no y sobre todo que merece (y mucho) la pena dejar un margen importante para que florezca nuestra personalidad sin necesidad de esforzarnos más de lo necesario por encajar. Por raros o distintos que seamos, siempre encontraremos alguien a quien querer y quien nos quiera, que no nos juzgue y nos acepte como somos.

El cine de Pedro Almodóvar es una gran oda a la “normalidad”. Cuanto más disparatados son sus personajes, más necesitados están de encajar, más anhelan pertenecer al mundo como cualquier otra persona corriente. Quizá el mejor ejemplo sea Ricki, que interpretaba Antonio Banderas en “¡Átame!”, o Benigno, el enfermero de “Hable con ella”. Se trata de personajes excluidos de la sociedad por motivos muy distintos, que lo único que quieren en realidad es amar y ser amados y encajar en un mundo en el que no se sienten muy a gusto. Que es lo que, al fin y al cabo, queremos todos. Por cierto, se cumplen 20 años de “Mujeres al borde un ataque de nervios”. Qué película tan perfecta. A ver si me animo y escribo más de cine.

domingo, 2 de septiembre de 2007

La portada de un libro


Hace poco compré un libro sólo por su portada. No recuerdo haber hecho algo semejante antes. Algún disco sí he comprado por la portada, por ejemplo "Temptation" de Holly Cole, con el que me hice en una pequeña tienda del East Village, de cuyo nombre no me acuerdo, hace ya más de diez años y que sigo escuchando con cierta regularidad. Pero un libro, nunca. Hasta ahora. La portada que me hizo comprarlo muestra la fotografía en blanco y negro de una mujer bellísima, de piel muy blanca, labios que se adivinan muy rojos, cigarrillo en la mano, pelo retirado de la cara, pómulos marcados, vestida con un vestido negro de corte "New Look" que inmediatamente nos traslada a los años 50. Se trata de Maeve Brennan, escritora irlandesa transplantada a Estados Unidos, olvidada durante mucho tiempo y hoy recuperada gracias a las reediciones de su obra en los últimos años y a la biografía que acabo de terminar de leer, escrita por Angela Rourke.

Nunca antes había comprado un libro por su portada y nunca había leído una biografía de un escritor de quien no sabía ni había leído nada. Imagino que siempre hay una primera vez para todo. Maeve Brennan era hija de un luchador por la independencia de Irlanda que fue el primer Embajador irlandés en EEUU, durante los años de la Segunda Guerra Mundial. Maeve llegó a Washington, tras una infancia poco privilegiada y muy movida por las actividades clandestinas de su padre, con 17 años y ya permaneció el resto de su vida, salvo viajes y estancias puntuales en Irlanda, en América. Escribía desde niña y decidió dedicar su vida a la escritura. Ya en Manhattan, su verdadero hogar, trabajó primero en Harper's Bazaar, donde adquirió un gusto por la ropa buena y cara y un ojo especial para detectar el buen (y el mal) gusto. De ahí pasó a The New Yorker, donde editó obras ajenas, publicó historias cortas bajo nombre propio y escribió numerosos artículos de sociedad, en la famosa sección "talk of the town", utilizando un alter ego, "the long-winded lady", algo así como "la señora parlanchina".

Al gusto exquisito para su apariencia personal añadió también un gusto exquisito a la hora de escribir. Sus historias siempre están basadas en su vida, en su infancia, en sus recuerdos de Irlanda, pero ahí se acababa la nostalgia, pues vivió siempre al día, disfrutando del momento presente, sin rememorar el pasado, sin pensar en el futuro, más allá de la decisión de qué flor, fresca por supuesto, se prendería al día siguiente en la solapa de su vestido. En uno de sus artículos para el New Yorker cuenta una historia sobre una mujer que murió de repente y sin aviso en plena calle en la ciudad y comenta "espero que hubiese tenido un buen día". Siempre eligió vivir en casas sin cocina, prefiriendo pasar el tiempo en cafés y restaurantes y así poder observar, siempre en soledad la realidad y luego reflejarla en sus escritos.

Estuvo casada brevemente y tuvo, sin duda, aventuras amorosas pero sus grandes ataduras sentimentales fueron a animales, decenas de gatos y una perra labrador, Bluebell. Su generosidad con todos los que la rodeaban era tan grande como su incapacidad para administrar el dinero que ganaba. A principios de los años setenta, alcanzada la cincuentena, su vida se hizo más y más errática y cayó poco en poco en la locura. Quizá la causa esté en los fantasmas de su infancia sin resolver, que el exceso de alcohol no contribuyó a espantar. Hubo momentos en que, por propia elección, decidió vivir en las calles como una indigente más, a pesar de que tanto el New Yorker, al que siempre permaneció unida, como sus amigos (entre ellos, Edward Albee) le ofrecieron su apoyo y su ayuda en todo momento. Su triste final me hizo pensar en la muy manida, pero en este caso muy adecuada, frase de Allen Ginsberg en "Howl", "I saw the best minds of my generation destroyed by madness", y aunque ambos pertenecen en el tiempo a la misma generación, su estilo literario y su modo de vida no podían ser más dispares. También me acordé del final de Tina, de Las Grecas, que a pesar de su enorme éxito acabó indigente, mendiga, enajenada, devastada.

Maeve Brennan murió en un hospital en 1993. Aceptó la vida como le vino, disfrutó tanto como pudo e hizo disfrutar con su literatura, su belleza y su generosidad, a muchos. Aunque la biógrafa Angela Rourke, cuyo libro, que compré en Dublín, me ha gustado mucho, interprete como un signo más de su locura su deseo de vivir y morir sola, yo lo interpreto como la muestra definitiva de su carácter generoso. Vivió y murió con sus fantasmas pero no quiso que afectasen a nadie más que a ella. Su vida abarcó casi con exactitud el período que Eric Hobsbawn denomina "el corto siglo veinte" y sin duda fue hija de su época, la primera en que una mujer pudo vivir por y para sí misma, sin depender ni dar cuentas a nadie, plena y conscientemente libre.