Me siento muy orgulloso de esta foto. La tomé hace unos años, a principios de noviembre, desde el vaporetto que lleva a la ciudad atravesando toda la laguna. Caía una tromba de agua fenomenal. Me encanta el azul, casi irreal e idéntico, del cielo y el agua. Tiene un aire, y pido perdón por lo pretencioso de la comparación, a un óleo de Whistler. Y si uno se fija bien, se adivina la magnífica línea del cielo de Venecia.
Siempre digo que mis ciudades favoritas son Venecia, Hong Kong, Estambul, Nueva York. Lo único que tienen en común es la presencia del agua, una densidad casi agobiante y skylines o líneas del cielo inmediatamente reconocibles. No juzgo estas ciudades de un modo absoluto, ni pretendo, al incluirlas en una lista de favoritas, indicar que me gustaría vivir ahí. Creo que sólo en Nueva York, que conozco bien, y en Hong Kong, dónde sólo estuve, hace ya mucho, unos días, podría establecerme con ciertas garantías de vivir a gusto. Es su atractivo estético, histórico e incluso conceptual lo que me atrae de estas ciudades. Y su línea de cielo, por supuesto.
Si hubiese empezado a escribir este blog hace diez años (¿había blogs hace diez años?), cada entrada hubiese contenido una lista. Me encantan las listas: mis diez sopranos favoritas, las quince mejores patatas a la brava, los libros que cambiaron mi vida, mis diseñadores irrenunciables. También me encantan las ciudades, sobre todo si son estimulantes, diversas y ofrecen todo tipo de posibilidades de ocio y a la vez le permiten a uno vivir a diario en un microcosmos amable y reconfortante. Siempre que voy a un sitio nuevo me planteo si me gustaría vivir allí y me sorprende ver, tal como decía, que no siempre escogería para vivir las ciudades que me gustan o estimulan a primera vista.
Una revista aún nueva, Monocle, publicaba hace poco su lista de las mejores 20 ciudades del mundo para vivir. Los criterios que utilizaba son interesantes, pues no se refiere a las redes de carreteras y sí al transporte público, valora un buen sistema de educación pública frente a la privada, concede puntos positivos a las ciudades multiculturales y con altos niveles de tolerancia así como a la facilidad para iniciar un pequeño negocio, se fija en las horas de sol anuales, los horarios comerciales y la vida nocturna y valora mucho la sostenibilidad medioambiental. Quedan fuera de la lista las grandes metrópolis –salvo Tokio, que está entre las 5 mejores- como Nueva York o Londres, y son ciudades centroeuropeas y escandinavas de tamaño medio las que se encuentran en los primeros lugares.
Madrid, que sale bien parada en el listado de monocle, tiene una línea del cielo paradójica. El centro histórico tiene un skyline preciosode cúpulas y chapiteles que, con la gran excepción de la Plaza de España, ha cambiado poco desde que Goya lo pintase desde la pradera de San Isidro. El skyline madrileño moderno, por el contrario, es un disparate y las cuatro torres (feas y paletas, como cuatro espárragos aislados, o cuatro dedos de una mano enterrada gigantesca) que crecen en el norte de la ciudad y que me toca ver a diario desde la ventana de mi lugar de trabajo, lo van a empeorar decisivamente. Una línea del cielo no se hace de golpe y a golpe de talonario sino poco a poco, completando lo ya existente, valorando el modelo de ciudad, sus necesidades reales de crecimiento y, me disculpo por repetir una palabra fea, su sostenibilidad futura.
Hace un montón de años, el director Fernando Colomo hizo una película, hoy olvidada, en Estados Unidos y la llamó "La línea del cielo", en referencia al skyline que toda ciudad de Norteamérica construye y desea ver convertido en su seña de identidad. Fue a principios de los 80, cuando otros directores españoles probaban fortuna en EEUU, intentando hacer su película americana (Bigas Luna firmó "Reborn", también olvidada, en esa misma época; Trueba lo intentaría una década más tarde; Almodóvar aún espera, y hace bien). Llegar a Venecia, como a Nueva York, a Estambul, a Hong Kong o, por qué no, a Benidorm por mar es una experiencia difícil de olvidar. Emociona y da vértigo ver el cielo recortado por formas arquitectónicas caprichosas, construidas a mayor gloria de dios o del dinero, o de ambos a la vez. Y siempre hay un instante en el que se me pasa por la cabeza que quiero quedarme a vivir ahí para siempre, aunque al cabo de unos minutos, unas horas, o unos días, eche de menos mi casa, mi cama, mi calle, mi rutina diaria, tan perversamente reconfortante.
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