Almirante Seis es una tienda de ropa de hombre que está en el número 6 de la calle Almirante de Madrid. Su escaparate es elegante: líneas blancas muy puras, cristal a ambos lados, con una lámina curva en el centro del lado opuesto a la puerta, el derecho. Por dentro el espacio parece más grande de lo que es, en gran medida porque está limpio de estorbos, toda la ropa está pegada a las paredes y sólo hay una pequeña mesa con la caja y una silla situadas delante del murete de separación de la zona de probadores y la escalera que sube a lo que era la sección de ropa de mujer de Enrique P.
Y es que esta entrada tiene algo de trampa porque no es sobre el diseño de Almirante Seis, que es ciertamente bueno, sino sobre Enrique P, la tienda que ocupaba el local y para la que fue diseñado el espacio, creo que por Mariano Bayón. Enrique P era la tienda de ropa de referencia en el Madrid de finales de los años 80. Si uno se fija en los títulos de agradecimiento de las películas de Almodóvar de la época (ésas que yo critico, por mucho que las venere, por su estilo de “nuevo rico”) encuentra el nombre de la tienda.
Pero es que esa época se pareció, a menor escala, a la que acaba de terminar, fue el primer sorbo que le dimos a la cultura de consumo conspicuo y a las apariencias de la afluencia. Se abrían entonces los espacios de ocio Archy y Teatriz (con diseño de Philippe Stark, del que aún queda bastante, 20 años después), triunfaban los de la Rosa, Mario Conde y otros que, como los Barrionuevo y Vera, acabaron en la cárcel. Los pisos en ciertas zonas de Madrid alcanzaron por primera vez el millón de pesetas por metro cuadrado. Se construían la torre Picasso y las torres KIO (que estuvieron mucho tiempo sin acabar). La “movida” (que, como dice Nacho Canut –sigo teniendo pendiente escribir sobre él-, no eran más de 50 personas) llevaba ya muchos años muerta y había sido sustituida por la “marcha”, para la que no hacía falta talento, sólo ganas de diversión y que además ciertos polvos blancos de origen andino contribuían a amplificar. Valía todo, la cocaína, los desfalcos y el GAL. No éramos 50, sino muchos más, pero parecía que nos conocíamos todos.
La calle Almirante, la “rive gauche” madrileña le llamábamos, aún conserva de aquella época las tiendas Berlín y Ararat y, en portales distintos de los originales, las de Jesús del Pozo y Elisa Bracci, pero Enrique P cerró hará algo más unos diez años. Fue la tienda que trajo a Madrid la ropa de Antonio Miró, vendió o intentó vender la de Manuel Piña, introdujo en España por primera vez la ropa para hombre de modistos clave como Comme des Garçons o
Romeo Gigli, quizá el único artista verdadero de la moda –y sobre quién también tengo que escribir algún día, sobre todo ahora que vuelve a diseñar. La tienda tenía el nombre de su fundador, Enrique P (siempre he pensado que Laura P, el personaje ficticio de La Ley del Deseo, adopta su misterioso apellido) y sufrió su primer revés cuando éste se lanzó al vacío desde el balcón de su piso, bastantes alturas por encima de la tienda, tras enterarse de que tenía sida. Su pareja, Javier, siguió con el negocio, ayudado por un dependiente fabuloso, Ramón, que acabó como tantos otros con serios problemas por consumo de sustancias psicotrópicas y que en su día me regaló cassettes (qué barbaridad, cassettes, no puede haber pasado tanto tiempo) con su música favorita, entre la que se encontraban las Hermanas Goggi y mucho, mucho chochi y aún más house, que era lo que sonaba en la tienda. Compraban ahí Bibi y Pedro, Fernando Vijande hasta que murió, Sigfrido Martín Begué, arquitectos, modernos y aspirantes a serlo, niños bien y algún colgado con buen gusto.
También sobrevive de aquella época Emilio, el mejor peluquero de Madrid, que tuvo su primer local en la misma finca de la tienda, justo encima de ésta, y luego llevó su salón,
Xiquena, a varios locales hasta llegar al actual en Marqués de Monasterio. Quien esté en Madrid y necesite un corte de pelo, hombre o mujer, que no lo dude.
Me entristeció muchísimo cuando me enteré de que Enrique P había echado el cierre, debió ser en el año 96 ó 97. Una noche, hace ya bastante tiempo, me encontré por ahí a Javier, que ahora tiene otra tienda de ropa en la plaza de Chueca, de cuyo nombre no me acuerdo, quien me dijo que fueron precisamente esas marcas que a mí me gustaban las que le arruinaron. Nadie, salvo algún pirado como yo, las compraba. Y yo sólo compraba algún cinturón o pillaba las cosas caras en las rebajas tan estupendas que hacían (y Ramón me regalaba de todo cada vez que iba, comprase o no).
Precisamente hablando el otro día con Emilio mientras me cortaba el pelo (me dijo que tengo más que antes, cómo no le voy a querer) coincidimos con cierta sorpresa en que a ambos nos había gustado bastante, por no decir mucho, “Los Abrazos Rotos”. Y desciframos entre los dos algunas de las claves de la película, que sin duda tiene un aspecto “roman à clef” que sólo el autor conoce del todo: el financiero millonario que interpreta José Luis Gómez es en realidad uno de los empresarios que acabó en la cárcel a mediados de los 90 y que había colocado a su amante como actriz (pésima) en películas de directores modernos que él mismo producía. El personaje de Ochandiano está basado en el hijo de otro empresario (que se libró por los pelos y por la obra de dios, a la que pertenecía, de la cárcel), cuyo único objetivo en la vida era ser moderno y que ha terminado siendo dueño de una cadena de hoteles y apareciendo con frecuencia en el papel “couché”. No sigo, no sigo, que se me nota de quien estoy hablando y no me quiero ir de la lengua. Aprovecho para contar que lo mejor del pase en el que vi la película, eso sí, fue el comentario de una señora (muy) mayor que estaba detrás de nosotros y que, en medio de la escena del polvo de Penélope con JL Gómez entre las sábanas (que ocurre justo después de la de su polvo con Lluis Homar), comentó: “Pues sí que está atareada la chiquilla”.
Esto es tremendo, presumo siempre de no ser nostálgico y me descubro echando de menos muchas cosas de esa época, que siempre he recordado con mucho reparo, por no decir rechazo. Estoy en plan proustiano, esto se tiene que acabar. Tampoco soy tan mayor. Y voy a empezar a hacer fotos con una cámara, en vez del teléfono, porque salen horrorosas.
Escribo esto en un avión mientras escucho a Yvonne Elliman cantando “If I can’t have you”. Seguro que os parece bien. A mí me encanta, a la chica que está a mi lado y tiene que aguantar mis berriditos, no tanto.