Ya lo he dejado escrito en este blog: cada vez hay más mendigos y vagabundos por el centro de Madrid, algo que quienes, como yo, vamos andando a trabajar cruzando calles y plazas céntricas, podemos comprobar a diario. Siempre he pensado que la línea que separa una vida cómoda y confortable de la indigencia es muy fina y se puede quebrar con gran facilidad. Una decisión equivocada, una adicción incontrolada, un giro vital inesperado. Bien sea por elección o por azar, la línea del bienestar se puede cruzar con una facilidad pasmosa. Aterradora, diría yo.
Quizá suene frívolo, pero con tanto paseo por el centro uno acaba tomándoles cariño a algunos mendigos y vagabundos y de lo que quiero hablar ahora es de mis favoritos, que los tengo. No está entre ellos el señor, un tanto enajenado, que se puso el otro día a seguirme por la calle insultándome y llamándome yuppy, echándome la culpa de la crisis económica. Tampoco están en mi lista de favoritos, por lo general, los que piden a la entrada o salida de misa, aunque el guapo magrebí que hace guardia los viernes a la puerta de la iglesia de Santa Cruz y me saluda cuando paso por delante podría estarlo sin dificultad, siempre que hiciese guardia en una garita menos santa.
Hay una señora mayor, dolorosamente delgada, apostada contra una pared todas las mañanas en la plaza de Benavente. A veces la veo llegar a su puesto de trabajo (porque pedir es un trabajo) y en su camino departe con alegría con las putas que ya bregan por la plaza. Su delgadez es realmente espeluznante, como también lo es su falta de dientes. Pero siempre va arreglada, lleva un abrigo acolchado largo en invierno y unas deportivas rosas (yo creo que de Barbie pero me da vergüenza fijarme) muy graciosas en verano. Es de las pocas a quienes doy dinero con regularidad. Me acerco, le pongo un euro en la mano y le doy los buenos días. No puedo nunca dejar de imaginar su historia, una vida de escaleras fregadas, o de prostitución callejera, o de ama de casa ejemplar, o de funcionaria a quien la pensión no le da para vivir.
Este último es precisamente el caso de una viejecita galdosiana e intemporal que hace guardia, sentada en una silla plegable que lleva consigo a todas partes, en una esquina cercana a la Plaza Mayor. Siempre va de negro riguroso, con pañuelo también negro atado a la cabeza. Lleva gafas de culo de vaso, un ojo tapado y el otro con una catarata tremenda. Casi más que una limosna lo que quiere es que le dediques un rato y hables con ella. le he dado conversación muchas mañanas, aunque dudo que me reconozca. Me cuenta que la pensión que recibe apenas cubre su alquiler, que si no pidiese no podría comer, que tiene un hijo -que deduzco es presa de alguna adicción- que no sólo no le da nada sino que le quita lo poco que tiene (“pero al fin y al cabo es mi hijo”, me dice), que algunos canallas le roban sus dineros y sus medicinas (que siempre lleva a cuestas) cuando nadie mira, que ya no le dejan sentarse a pedir en portales o delante de bares o tiendas, que pasa muchísimo frío, incluso en verano. A veces desaparece unas semanas y siempre me temo lo peor, pero luego vuelve otro día, tan dicharachera, aunque tenga heridas en el rostro por las que ni me atrevo a preguntar. Porque el espíritu vital no lo ha perdido. Hace ahora dos meses que no la veo, que no está en su puesto. Sé de sobra que en algún momento desaparecerá del todo, y éste podría ser ese momento.
En Tirso de Molina hay un chico joven, al menos relativamente joven, probablemente extranjero (rubio, alto y muy delgado, yo lo imagino inglés) que tiene montado su tenderete junto a sus dos perrillos, muy feúchos pero muy graciosos, que se pasan el día dormidos uno encima del otro, en invierno al sol (o bajo un mini-edredón monísimo) y en verano a la sombra. El chico está algo enajenado, es evidente. No hace mucho, salvo coser y entrenar a los perros. A veces tiene una guitarra y toca. Habla permanentemente consigo mismo y con los perros, que lo adoran. Una cafetería cercana le deja entrar a lavarse y los perros hacen guardia, en plan feroz, ante el tenderete durante su ausencia. También desaparecen los tres de vez en cuando, y siempre vuelven a aparecer al cabo de unos días. Poca gente cuida a sus perros como los indigentes, que los tratan como los compañeros de vida que son, no como adminículos de lujo, sistemas de seguridad o como niños tontos.
No puedo decir que sea uno de mis indigentes favoritos, porque está realmente enajenado y da un poco de miedo, pero el residente de la calle los Madrazo, con su tienda de campaña casera, sus decoraciones callejeras (utiliza todo lo que encuentra para adornar los metros de calle en torno a su tenderete, como si fuese un camino de distinción hacia su morada) es digno de admiración. El tipo está totalmente pirado: tiene una taza de váter plantada en medio de la acera (espero que no lo use…), le habla o grita, según le dé, a todo el que pase por delante. Sorprende lo bien que se expresa, con muchísima corrección, una dicción y un acento impecables, un léxico rico. Da mucha pena su mirada perdida, la impresión que da es la de ser un hombre con educación que ha perdido la cabeza.
Otro hombre con educación hace guardia a la puerta de la iglesia de San José. Ya sé, he dicho que no me gustan los que piden a la puerta de las iglesias, pero es que éste se pasa el día leyendo. Le gusta la ciencia ficción, le he visto inmerso en volúmenes gruesos de Asimov y Arthur C Clarke. Debe ser de mi edad, lleva una mochila y coloca una escudilla y un cartel que dice “vivo en la calle, una ayuda por favor”. Le pregunté un día qué leía, me dijo que cualquier cosa que hubiese, lo primero que encontrase en la biblioteca por la mañana, le gusta todo. No pareció muy contento con mis intentos de entablar conversación (yo es que puedo ser muy pesado) y volvió a su libro. Tomar libros prestados de bibliotecas públicas es gratis, una de las pocas cosas gratis que hay. Reconozco que es algo que me reconforta, y mucho. Si algún día cruzo la raya de la indigencia podré seguir leyendo.
Podría escribir sobre la mujer de acento argentino y edad mediana, cuya falta de dientes denota alguna adicción, pasada o presente, grave, que lee, cose (como el chico de los perros) y pide de vez en cuando alguna moneda en la plaza de la cebada, o del hombre calvo que duerme acurrucado en la plaza de Santa Ana y que cada día tiene a su lado un par de zapatos diferente. Me quedo, y cierro esta entrada, con algo que vi hace poco en un tren de cercanías. Vino una chica muy joven y muy guapa y nos tocó “green sleeves” (que definió como una romanza de Enrique VIII) con su flauta. Detesto la flauta, pero tocaba muy bien, hacía unos trémolos preciosos. Se llevó un buen pellizco de mi vagón, y merecidamente hay que decirlo, además de tocar bien era muy simpática. Minutos más tarde llegó un hombre bastante mayor y soltó ese discurso tan terrible: “estoy en paro, vivo en la calle, no tengo para vivir, soy un hombre honrado, no quiero robar” que todos hemos oído alguna vez y ante el que todos miramos para otro lado o subimos el volumen del iPod. Nadie le dio nada. Se acercaba mi estación y me acerqué a la puerta del vagón. Ahí estaba el hombre, esperando también a salir. Se nos juntó la chica de la flauta, le saludó y le preguntó: “¿Te estás buscando la vida?”. El hombre asintió y ella le dijo: “Si quieres seguimos hasta Atocha y nos repartimos lo que saquemos”. Salimos los tres del vagón en Recoletos, vi que ellos se fueron juntos hacia el siguiente. Ella sabía perfectamente que a él nadie le daba nada. Casi me emociono. Sigue habiendo bondad en este mundo.
(Todos los mendigos o vagabundos que he descrito son verdaderos, pero he cambiado a propósito su ubicación).
¡No me cuentes más!
Hace 1 semana