miércoles, 30 de julio de 2008

Frantic Romantic



Para hablar o escribir sobre los años 80, tengo que abrir mi corasón.

Mi gran ídolo musical de los 80 es Jermaine Stewart. La primera vez que vi un video suyo me quedé absolutamente pasmado. La coreografía, los cambios de vestuario y, sobre todo, el pelo, largo y liso, como ningún otro hombre negro lo había lucido hasta entonces. Mili Vanili vendrían algunos años más tarde. La música no me impresionó demasiado, todo tengo que decirlo, pero cambié de opinión tanto por la atracción irresistible que sentí hacia su imagen como al ir descubriendo sus letras, banales y fabulosas en igual medida. "No me hables sucio, ten algo más de clase" decía en 1988 en la canción del clip que he colgado, "Don't talk dirty to me", escrita y producida por André Cymone, de la factoría de Minneapolis creada por Prince. No es en realidad un clip sino una actuación para un programa de la televisión alemana. El bailecito que se marcan es bestial, o al menos a mí me lo parece. Esa misma canción interpretaba en un episodio de Miami Vice, vestido con chaps de cuero blanco con flecos largos a los costados. Inenarrable. Irrepetible.

Jermaine es considerado hoy como un "one hit wonder". Empezó su carrera haciendo coros para otros artistas como Culture Club (en "Miss me Blind" se oye perfectamente su voz aguda y nasal) o el grupo post-disco Shalamar cuya cantante principal era Jody Watley, íntima amiga suya. Tras un primer disco de mediano éxito, consiguió un número uno en Estados Unidos en 1986 con "We don't have to take our clothes off", cuyo vídeo se puede ver haciendo click aquí. Es una canción muy pegadiza y algo insustancial, con un estribillo bastante cargante, sobre el amor en los tiempos del sida. Pero el vídeo es una maravilla. A fijarse en los cambios de vestuario, ni Diana Ross se atrevería a tanto, y en la coreografía. Sobran los toques más ochenteros, como la sobreimpresión de la chica y su liguero, pero bueno. Lo dirigió David Fincher, que bastantes años más tarde haría las películas "Seven", "Fight Club" o la estupenda "Zodiac" del año pasado. Nivel.

En su siguiente album, "Say it again", se rodeó de los mejores productores del momento, como el citado André Cymone, y pudo mantener cierto nivel de éxito, que sin embargo se fue desvaneciendo en el siguiente, y último disco suyo publicado, "What becomes a legend most?" que contenía una joya camp absoluta llamada "Holes in my jeans" y que es una oda a los vaqueros agujereados, una de las modas más abyectas que ha existdo y, por lo tanto, condenada a reaparecer regularmente. El álbum también contenía una canción escalofriante llamda "When sex becomes a religion", sobre el sida. Grabó un album más, "Set me free", que no llegó a ser publicado, y su familia ha lanzado recientemente un recopilatorio con éxitos y canciones inéditas, alguna realmente espléndida. En una ironía sumamente cruel, Jermaine murió de sida, en 1997.

Existe un club de fans de Jermaine Stewart, al que pertenezco y del que formamos parte unas 40 personas, aunque sólo un puñado de ellos (su hermano, alguno de los músicos que lo acompañaban) lo mantienen vivo, porque el caso es que aunque más de un millón de personas haya visto el clip de "We don't have to" en YouTube, nadie recuerda al artista. En dicho club de fans no se puede ni mencionar la causa de la muerte de Jermaine, el hecho de que fuese (digamos con cierta probabilidad) homosexual o, por encima de todo, los rumores que a finales de los 80 y primeros 90 lo relacionaban -sexualmente, quiero decir- con personalidades (masculinas) de mucha relevancia de Hollywood y del mundo del deporte de élite. Si alguien del círculo íntimo del club de fans llegase a leer esto y descubriesen que lo he escrito yo, me expulsarían del mismo. Es extraña tanta precaución, a estas alturas, pero supongo que habrá que respetarlo.

A pesar de que los años 80 son recordados en gran medida como la década de Michael Jackson, la verdad es que los artistas de color no lo tenían especialmente fácil en en mundo de las discográficas o en MTV. Salvo el propio Jackson, otros intérpretes negros de onda pop con toque disco o R&B lo tenían muy difícil para que sus vídeos fuesen programados con asiduidad y en horarios de gran audiencia, algo que Prince siempre denunció. Jermaine tenía un espectáculo en directo muy impresionante, con un plantel de músicos de primer nivel y sus dos fidelísimos bailarines, que salen en los dos clips que he colgado. El chico, llamado André, murió, también de sida, pocos días antes que Jermaine. La cantidad de talento que se ha llevado el sida por delante. Y la cantidad de vida. Asusta ver la ligereza con la que tantos se lo toman en la actualidad.

Pasé mi 30 cumpleaños en Nueva York, donde me encontraba por trabajo. Año 1994. El día en que cumplo años se celebra anualmente en Greenwich Village un curioso carnaval nocturno, algo parecido al orgullo pero todo mezclado con brujas y calabazas. Allí estaba yo, tan entusiasmado como extrañamente acompañado de mi hermano. Y fue mi hermano quien en un determinado momento, señalando a un hombre negro imponente y de pelo largo, me dijo "¿no es ése Jermaine Stewart?". No sabría decir si era Jermaine o no, porque no me atreví a acercarme y preguntar. Por lo general no me gusta ver de cerca a mis ídolos, entre otras cosas porque siempre decepcionan, pero en el caso de Jermaine sí me habría gustado conocerlo, en parte porque ahora sé que no le quedaba mucha vida pero sobre todo porque al parecer era una persona extraordinaria y, a pesar de ser una diva de cuidado, sumamente cariñoso con sus fans. El decía de sí mismo que era un "frantic romantic", título de su álbum de más éxito y de su mejor canción. Me consuelo pensando que prefiero quedarme con la duda a haberme equivocado de persona. O quizá no me habría equivocado y ahora estaría contando otra cosa, o quizá habría ligado, con él o con otro, que nunca se sabe.

sábado, 26 de julio de 2008

Camelias, Orquídeas y iPods

Una de las personas a quien más quiero, mi amiga Pilar, ha dejado Madrid y se ha ido a vivir a un país exótico y algo lejano. La mayor contradicción de la amistad verdadera es que uno no siente la necesidad de verse a diario, ni siquiera todas las semanas, para mantener los lazos, pero al mismo tiempo se echa muchísimo de menos a los maigos cuando están lejos, pues hay pocas cosas mejores que estar con ellos. Me refiero a los amigos de verdad, de los que uno tiene necesariamente pocos. Los míos se cuentan con los dedos de una mano, y sobra alguno.

Dudé sobre qué regalo de despedida debía hacerle a Pilar. Ella, mujer bellísima y elegante en el extremo, siempre lleva prendida una camelia en la solapa de su chaqueta, así que consideré comprarle una más para su colección. Pero me preocupó no acertar. Consideré otras opciones pero al final me decanté por regalarle un iPod malva que grabé con unas cincuenta de mis canciones favoritas. Unos tiene pocos amigos pero muchas canciones favoritas y elegir 50 no fue fácil.

Siendo torpe hasta decir basta, olvidé incluir en la lista una que no podía faltar, y la incluyo aquí sabiendo que Pilar es lectora de este blog. Es un vídeo casero, pero está bien hecho.



Donald Fagen canta "Maxine", canción extraída de su álbum "The nightfly", de 1982. De nuevo, los primeros 80. Nunca he comprendido del todo la letra, que habla de los planes de futuro de una pareja de jóvenes amantes, pero Pilar comprenderá sin duda una frase clave: "We'll move out to Manhattan, and fill the place with friends; drive to the coast and drive right back again".

Esta canción me recuerda a un amanecer sobre los rascacielos de Kuala Lumpur, hace ya muchos años. Volvía del Baile de la Orquídea, una fiesta que organizan los licenciados de Oxford y Cambridge que viven en Malasia (ojo, yo estaba de paso e iba de paquete, que yo de Oxbridge no tengo ná de ná) en plan neocolonial. En esa fiesta, además de beber un montón (porque una de las ventajas nunca habladas del trópico, Pilar tú lo sabes bien, es que se puede beber más) comí por primera y única vez en mi vida durian, la fruta prohibida, que huele a pedo pero sabe a ajo reconcentrado mezclado con caca y bailé lo que no está escrito. Tras la fiesta, ya amaneciendo, nos juntamos un grupo de amigos, y escuchamos a Donald Fagen. Fue un momento memorable, viendo el sol colarse entre edificios de cristal, la ciudad despertando, pensando en posibilidades tanto inmediatas como a largo plazo.

Te habría gustado estar allí, Pilar. Habrías disfrutado el momento tanto como yo. Pero en el fondo yo me alegro de que no estuvieses, porque quienes me acompañaban fueron amigos de aquella noche, aquellos días, aquellas semanas. Y tú sabes bien que eres uno de ésos -y ésas- que se cuentan con los dedos de una mano. Y sobra alguno.

Je suis une catin

O, lo que es lo mismo, soy un putón. Eso cantaba Mylène Farmer en 1986 e hizo un vídeo antológico para demostrar que era cierto. Aquí lo dejo de testigo. Ojo, es larguito.



He prometido que escribiría sobre los 80 y aquí empiezo. Pasé el curso 1986/87 estudiando en París, con una beca aunque no Erasmus, que de eso aún no existía. Cosas de la edad. Tengo recuerdos borrosos de aquel año, aunque todo está escrito en un diario que se encuentra sepultado en el fondo de un cajón y al que no tengo la más mínima intención de asomarme pues sé que es un pozo de tristeza. Aunque algo he madurado con la edad, sigo oscilando entre la tristeza y la euforia, parezco no saber encontrar el término medio. Recuerdo de aquel año en París mis largos paseos lánguidos por la ciudad (descubriendo lugares urbanos perfectos, de esos que tanto me gustan como la Place Fürstenberg), recuerdo haber leído muchísimo sobre todo novela (así a bote pronto me vienen a la memoria John Dos Passos, Cesare Pavese, García Márquez, Olivier Rolin), recuerdo haberme pasado un mes sin cenar para ahorrar e ir a ver bailar a Sylvie Guillem al teatro de la ópera (al que entonces aún no llamaban, qué pretencioso, Palais Garnier). Qué solo estaba. Y recuerdo sobre todo la música. Podría presumir de que fue entonces cuando descubrí la música culta del siglo XX y me hice aficionado a Schönberg y Alban Berg. Pero lo que marca la banda sonora de aquel año, en el que prácticamente había acabado mi aventura tocando con un grupo pop, era lo que sonaba en la radio fórmula francesa. "Voyage Voyage", de Desireless, "Ouragan" de Estefanía de Mónaco, "C'est la ouate" de Caroline Loeb, "Aire soy" de Miguel Bosé o "Fotonovela" de Iván (ésta, al contrario que la de Bosé, sin traducir al francés).

Pero lo que de verdad arrasaba era "Libertine" de Mylène Farmer, a quien entonces ya habían puesto el sobrenombre de la Madonna francesa. Admito que puede haber puntos de conexión, pero en el 86 Madonna aún no había enseñado culo, tetas y parrús en un vídeo (por cierto no recuerdo que lo haya hecho, aunque sí en el libro "Sex") ni se había metido en una bañera a retozar con otras dos tías. El beso de la muerte (al menos artística, aunque al tiempo) que le dio a la pobre Britney es una broma comparado con los refriegues de Mylène y sus alegres amigas. ¡Ay las mujeres francesas!

La estética dieciochesca del vídeo poco deja ver que es de los años 80, pero la música (sintetizador doblado con piano, saxo histérico) es inequívocamente de la época. Continuaré buceando en YouTube, a ver qué joyas ochenteras (que puedan sorprender, se entiende) encuentro.

miércoles, 23 de julio de 2008

La Plaza del Alamillo




Siempre me estoy citando a mí mismo. Hago referencia en esta ocasión a dos comentarios de posts anteriores. Al hablar de las librerías que me gustan me referí a "Arranca Thelma" que está en la Plaza del Alamillo de Madrid. En dicha plaza, un rincón del Madrid antiguo de un encanto muy especial, se desarrolla una parte importante de la película "Tacones Lejanos", de Almodóvar, que mencioné en mi post anterior. En la película, al regresar Marisa Paredes a Madrid le pide al conductor del coche que la lleve a la Plaza del Alamillo y le dice a Victoria Abril, su hija, "la he comprado". Se refería al piso donde había nacido y crecido, un semisótano desde donde veía pasar a la gente y en el cual se instala. En esa casa se desarrolla toda la escena final, donde madre e hija se reconcilian justo antes de la muerte de Becky del Páramo, el personaje de Marisa Paredes. Ya lo dije en el otro post, me gusta mucho Tacones Lejanos, que aquí pasó con poca gloria pero fue un éxito enorme en Francia. Tiene por cierto una secuencia de títulos, con los "sketches of Spain" de Miles Davis de fondo, fabulosa.

El otro día, pasando por la plaza, que me pilla cerca de casa, vi que el piso de la película está en venta. No soy yo tan fetichista de "almodóvarbilia" como para comprarme el piso, pero no me extrañaría que para alguien fuese un elemento a tener en cuenta a la hora de elegir vivienda o que la agencia inmobiliaria utilice la vinculación a la película como señuelo. La plaza es en realidad un cruce de calles peatonales en cuesta, como toda esa zona del viejo Madrid que parece caer hacia la calle Segovia. En un lado de la plazuela hay un álamo que le da nombre, viejo y grande pero sin copa, da la impresión de que qudó hendido por un rayo como en el poema de Machado. También hay un restaurante mexicano muy famoso en el que reconozco que nunca he estado. Y la estupenda librería de la que he hablado. Es un espacio urbano público abierto al disfrute de todos: si hay algo que no me gusta de Madrid es la privatización de los espacios públicos, sobre todo en el centro, que está invadido de terrazas, mesas, sillas y sombrillas de negocios privados, haciendo beneficio con lo que debiera ser de todos. Además, en la plaza, que a diferencia del resto de la ciudad es un remanso de paz y silencio, siempre parece sonar música, que seguramente viene de la ventana abierta de algún vecino.

Puedo comprender la inercia del personaje de Marisa Paredes en la película. Soy muy poco dado a la nostalgia pero entiendo que uno se encuentre a gusto en los lugares donde ha sido feliz y, sobre todo, donde se ha sentido protegido. Cada vez que voy a ver a mi madre, a la casa donde crecí, se me mezclan las sensaciones. Por un lado reconozco el entorno protector y reconfortante, por otro me doy cuenta de lo distinta que es mi vida a cómo la imaginaba cuando aún estaba en casa y agradezco haber sabido encontrar mi hueco en este mundo. Pero me refiero aún a ella como "casa" cuando mi casa, y mi vida, están en otro lugar. Cercano a la Plaza del Alamillo.

lunes, 14 de julio de 2008

Volver

No sé por qué pero aunque tengo una cantidad obscena de películas en dvd y vídeo, siempre acabo viendo las que dan por televisión. El domingo me tragué "Volver" de Almodóvar, y me dejó igual de frío que cuando la vi en el cine.

Voy por partes: como tantos otros, soy fan acérrimo de Almodóvar. De su cine y del personaje. He visto todas sus películas muchísimas veces. Me sé los diálogos de muchas de ellas de memoria. Reconozco todas las localizaciones, al menos las madrileñas. La Ley del Deseo cambió mi vida. Me gusta el Almodóvar de los inicios, el de los 90 (Tacones Lejanos, con todas sus imperfecciones, es una de mis grandes favoritas y Carne Trémula me parece una obra maestra del cine negro) y también el más reciente. Me gusta cómo nunca ha renunciado a nada, cómo no ha caído en la trampa de Hollywood. Me impresiona cómo puede convertir en universal la historia de una mujer cuyo ex-marido, travestido, deja embarazada a una monja que muere de sida dando a luz a un bebé que negativiza el virus. No hay por dónde cogerlo, y funciona como un reloj.

Viendo Mujeres al borde de un ataque de nervios, de nuevo en el cine, con motivo de su 20 aniversario, volví a disfrutar de la absoluta perfección de la película, que es redonda se mire por dónde se mire, desde la secuencia inicial de títulos al "Puro Teatro" que es un regalazo inesperado al final. Y nos dejó frases históricas: mi favorita es la que pronuncia, cómo no, Julieta Serrano, el verdadero hilo conductor de la historia, cuando le dice a Carmen Maura, apuntándole con la pistola "Es que no estoy curada, pero lo fingí y me creyeron". Es curioso como algunas cosas delatan los 20 años de la película: no tanto las hombreras de las mujeres y el trajecito o el pelo de Antonio Banderas, sino por ejemplo el uso del "usted" entre los personajes, algo que hoy sería impensable.

Lo habitual entre fans de Almodóvar es alabar las películas antiguas y odiar las recientes. Ya digo que a mí me gustan todas. He tenido mis más y mis menos con Matador, con Kika y con Átame, aunque me he reconciliado con las tres. Me costó mucho La Mala Educación, deseaba que me gustase más que ninguna otra y salí del cine amargado. Tras verla de nuevo pienso que es espléndida. Como Hable con ella, tan compleja, tan triste y tan bien resuelta.

Pero no creo que Volver pueda gustarme nunca. Lo único que le encuentro bueno es la iluminación, tan irreal, y quizá las interpretaciones de Lola Dueñas y Blanca Portillo. Y Carmen Maura, por supuesto. Pero lo demás me parece muy flojo. El guión no se tiene, pretende hacer compleja una historia lineal y poco brillante. Los diálogos repiten, verbatim, diálogos de películas anteriores. Siempre he pensado que Penélope Cruz, además de un bellezón, es muy buena actriz, pero no en esta película, donde su mérito parece estar en la elección del colirio que le hace parecer estar permanentemente a punto de llorar. Toda la película parece una excusa para las dos escenas principales: la cancioncita de marras y la escena entre madre e hija en que se desvela el incesto. Cierto es que la escena final es una maravilla, con Carmen Maura, de nuevo un fantasma, quedándose a cuidar de Blanca Portillo. El plano de la casa con la cortina a rayas al fondo, moviéndose levemente, es sencillamente magistral. Pero no consigue, en mi opinión, redimir una película sin ideas, un karaoke visual de retales robados de material previo.

Lo que más me sorprende son las críticas que recibió, todas positivas, incluso la del odioso Boyero. Francamente, no sé qué le ven. Pero es posible que, como en tantas otras cuestiones, sea yo el que se equivoca. Eso sí, volveré a ver Volver, e intentaré que me guste tanto como me han gustado (casi) todas las anteriores.

domingo, 6 de julio de 2008

En Londres

Viaje relámpago a Londres, por trabajo. Viví en Londres, conozco bien la ciudad y no la echo mucho de menos. En parte porque nunca he dejado de volver, en parte porque no echo de menos ninguno de los sitios en que he vivido, y en parte porque no me gustaría volver a vivir allá, al menos ahora. Hay cosas de Londres que me vuelven loco: la sinfonía de grises en el cielo y la sinfonía de verdes en los parques (los británicos han ganado a su mala climatología con el arte de la jardinería). Los hombres y las mujeres de la City, vestidos impecablemente. La mezcla de lo antiguo y lo moderno. Los taxis. El inglés bien hablado. Los hombres británicos. Hay cosas que no me gustan nada, como la obsesión por lo nuevo, lo moderno, la agresividad de alguna gente, que suele ir unida a una enfermiza relación con el alcohol (como ocurre en toda Europa al norte de París). El inglés mal hablado.

Sin embargo, a pesar de mi falta de nostalgia por mi vida londinense, debería estarle muy agradecido. Y se lo estoy, pues Londres es el lugar donde empecé de verdad a vivir. Si alguna vez me hiciesen el cuestionario de la última página de Vanity Fair y me preguntasen cuándo y dónde he sido más feliz, no tendría duda alguna: en Londres, la primera semana de septiembre de 1998. Aquella semana fue sencillamente perfecta. Aún me dan escalofríos recordándola. Aunque yo sabía que había encontrado lo que quería pero pensaba que no existía, necesitaba ese momento sublime, mi hora exquisita; aquellos días fueron la confirmación de que soy capaz de querer y, lo más sorprendente, de ser querido. Un año más tarde me mudaba a Londres, donde pasé tres años inolvidables, como todos los segundos que han pasado desde que conocí al hombre que me ha dado la única felicidad que he conocido y que ocupa, y ocupará para siempre, toda mi vida y todo mi corazón.

Curioso, no tengo ni una foto digital tomada en Londres.