martes, 30 de septiembre de 2008

La gran esperanza



Siempre he admirado a los Estados Unidos de América. Ya he contado que pasé allá el verano de 1979, y aquellas vacaciones se convirtieron casi en un viaje iniciático que me hizo descubrir con 14 años muchas cosas, sobre la vida y sobre mí mismo, pero sobre todo me dio a conocer un mundo libre y avanzado, a años luz de la incipiente España democrática. De lo que yo, y probablemente nadie, era consciente entonces es de la transformación que se anunciaba y que iba a cambiar, esperemos que no para siempre, su característica más genuina. Estados Unidos es, como concepto, la tierra de la libertad, el lugar donde, gracias a un sistema constitucional que tiene entre sus objetivos expresos la consecución de la felicidad, todos son libres y todos pueden aspirar a una mejora radical de sus condiciones de vida partiendo del principio, fundamental desde la Declaración de Independencia, de igualdad de oportunidades. Con sus grandes imperfecciones,por supuesto, pero aún así.

Pero nada dura eternamente. De modo imperceptible una gran revolución radical, camuflada de conservadurismo amable, le fue cambiando la faz a esa tierra de libertad. En el plazo de poco más de 20 años se ha llegado a una situación que los padres fundadores del país tendrían gran dificultad para reconocer como el país que surgió como la primera república moderna y laica, superadora de la monarquía absoluta de origen e inspiración divina, que había sido el sistema de poder prevalente en todo el mundo desde la edad media.

Todas las libertades públicas, incluida la sacrosanta libertad de expresión, se han visto afectadas, cercenadas, en bastantes casos anuladas. Las políticas de acción positiva para los más desfavorecidos fueron desapareciendo poco a poco y a cambio se estableció un sistema económico capitalista reforzado y feroz hasta el extremo, en el que las clases medias y las fortunas gigantescas pagan el mismo porcentaje de impuestos; los obscenamente ricos camuflan esa obscenidad, con el beneplácito del sistema, mediante acciones filantrópicas, como donaciones a museos o el establecimiento de fundaciones que no hacen sino mejorar su ya muy favorable régimen impositivo. Mientras tanto se abole la seguridad social y la clase media (y no digamos las clases desfavorecidas) no puede permitirse pagar un seguro médico y vive aterrorizada ante la eventualidad de contraer una enfermedad, a sabiendas de que el tratamiento necesario, cortesía adicional de las prácticas de las multinacionales farmacéuticas, le va a arruinar. Y las instituciones, los poderes del Estado, que en democracia deben equilibrarse unos a otros, pasan a depender de las grandes corporaciones, controladas a su vez por lobbyistas profesionales o, peor aún, miembros destacados del aparato de gobierno que se escudan automáticamente, en caso de dificultad, en las sagradas escrituras, la santidad de la institución familiar tradicional o las exigencias de la seguridad nacional. Hemos llegado a un punto en que no importa tu pasado, si has robado, bebido o incluso matado, siempre que afirmes haber reencontrado a dios.

Pero a pesar de la intervención divina, la lucha por la seguridad nacional o la búsqueda del enriquecimiento personal, o quizá debido a ello, el sistema acaba rompiéndose, víctima de sus propios excesos, de su gula y avaricia sin límites. Víctima sobre todo de no haber sabido mantener los ideales de libertad, igualdad y justicia que están en la base del propio concepto del país y que han sido la referencia, durante más de dos siglos, del resto del mundo. La era Reagan marcó el inicio de esta revolución, que no por conservadora deja de ser radical y que, en las manos del actual residente de la Casa Blanca, cuyo nombre no me apetece escribir, ha llevado a la desfiguración absoluta del régimen ideado por los padres fundadores, esos hombres que soñaron, y consiguieron, entregarle el poder al pueblo.

Afortunadamente tampoco el mal es eterno. De vez en cuando surgen figuras de referencia que son capaces de cambiar una situación, e incluso un sistema y una sociedad, haciendo renacer la esperanza en la verdad, la justicia, la libertad y la igualdad. Yo no tengo duda alguna de que Barack Obama es una de esas figuras. Representa el sueño americano, el chico de clase media-baja que a base de talento llega a ser número uno de su promoción de derecho en Harvard. Y le añade una dimensión multicultural, seña de identidad tanto de un país de aluvión como los Estados Unidos como del siglo XXI. Obama no es sólo, o al menos así lo pienso, un político hábil que ha escogido bien a la persona, de talento extraordinario, que le escribe los mejores discursos que haya oído nunca. Es un generador de ilusión y esperanza en el futuro, y nos hace creer, una vez más, que todo puede cambiar. No, esto no es correcto. Lo que nos hace creer es que todo se puede volver a ser como fue, que se puede deshacer todo lo que ha hecho que su país esté desfigurado, irreconocible.

Años después de aquel primer viaje a Estados Unidos, ya adulto, volví a Nueva York y, como todos los turistas, subí a lo más alto del Empire State Building. Era ya de noche y el viento de final de octubre, a cuatrocientos metros de altura, se colaba hasta los huesos. Viendo el prodigio de la cuadrícula de Manhattan a mis pies pensé que representaba la culminación del pensamiento racionalista iniciado por los filósofos griegos y que retomaron los grandes pensadores humanistas del Renacimiento y la Ilustración. Alexis de Tocqueville hablaba con fascinación del “excepcionalismo de América”, en contraste con las anquilosadas monarquías europeas. Ahora es Sarah Palin quien utiliza la palabra excepcional para describir a todo el que se cruza en su camino. Pero quién sabe qué se cuece bajo ese moño.

Estados Unidos nos ha dado, entre muchísimos otros, a Thomas Jefferson, a Ella Fitzgerald, a Abraham Lincoln, a Eleanor Roosevelt, a Edith Wharton, a Gore Vidal, a George Gershwin, a Jackie O, a James Baldwin, a Walt Whitman, a Bette Davis, a Woody Allen. Ha acogido además a todos aquellos a quienes no querían, no queríamos, en nuestros países, ya sea por judíos, libertarios, marxistas o escandalosos. Nos ha dado el siglo XX, con sus miserias pero también con su esplendor y una prosperidad antes desconocida de la que se ha beneficiado gran parte del mundo, y de la que sobre todo nos hemos beneficiado en Europa.

Me cuesta creer que el pueblo americano pueda ser tan necio como para no elegir a Barack Obama, que repito que a mí me parece, y quizá me equivoco, que es una de esas personas excepcionales que hacen avanzar el mundo y de las que hay pocas en cada generación. Pero aunque el pueblo americano pueda ser necio, desde luego no es ciego y ha constatado, como lo hemos hecho todos, el color de la piel de Obama. Y esto es algo que nadie se atreve a escribir, pero no tengo duda de que si pierde será porque es negro. James Baldwin, un escritor clave del siglo XX, que también era negro además de homosexual, escribió en 1963 una carta a su sobrino adolescente, con ocasión del centenario de la emancipación (es decir el final de la esclavitud, el pecado original de los Estados Unidos), en la que decía: “This innocent country set you down in a ghetto in which, in fact, it intended that you perish. … You were born where you were born and faced the future that you faced because you were black and for no other reason.”

Hace muchas décadas que Estados Unidos perdió su inocencia y dudo mucho que la vuelva a recuperar. Una sola persona no va a darle la vuelta, de la noche a la mañana, a toda una situación. Pero estamos ante una oportunidad que el país que tanto me sigue gustando y que por mucho que me lo cambien sigo teniendo como referente, no puede dejar pasar. Aunque sólo sea a fin de cuentas porque la alternativa, que desgraciadamente conocemos tan bien, es aterradora.

domingo, 28 de septiembre de 2008

Mitos Eróticos

Doy comienzo a una nueva serie en este blog. Como el nombre de esta entrada indica, voy a ir desgranando los nombres de mi panteón particular de mitos eróticos.

Es difícil describir lo que entiendo por mitos eróticos. No me estoy refiriendo a personas, más o menos conocidas, que me producen un deseo automático de acostarme con ellas, aunque ése puede ser un criterio. Voy a enumerar y describir hombres, mujeres, parejas e incluso tríos, todos (medianamente) famosos, que por algún motivo han suscitado en mí y en algún momento una curiosidad de tipo sexual, erótica o afectiva. Es posible que lo hayan hecho por su estilo, como Jermaine Stewart, por su voz y la paz que transmite, como Christine Schäfer, por sus piernas interminables, como Sylvie Vartan, o por sus pectorales de acero como…. Mejor no doy más pistas.

Quien haya seguido este blog ya habrá leído algo sobre muchos de mis favoritos y favoritas. Procuraré ser lo menos repetitivo posible y no me extenderé hablando de aquéllos sobre quienes ya he escrito. Añadiré mucho humor (por favor, que nadie se tome esto demasiado en serio) aunque siempre habrá un punto de verdad en lo que digo, en todos los casos habré tenido un momento de debilidad por la persona, o personas, sobre quienes escribo, por increíble que pueda parecer. Llevo unos días trabajando sobre una lista, pero en ningún caso está cerrada. Y animo por supuesto a mis queridos lectores a que den su veredicto, siempre acertado, sobre mis seleccionados, y a que sugieran posibles nombres, a la vista de mis gustos, que pudiesen engordar la lista.

Hago una advertencia final: evitaré los nombres más típicos, las mujeres y hombres más deseados. No estarán Ava Gardner ni Rock Hudson, tampoco Matthew MacConaughey ni Jennifer López. No incluiré a Marlon Brando (al joven desde luego no, pero quizá al mayor sí) ni a Uma Thurman, mujer perfecta. Todos ellos me gustan y erotizan, y mucho, pero mi intención es, salvo excepciones, huir de lo que nos gusta a todos y, fiel a mí mismo, reunir un grupo que sea mezcla de caspa y glamour en igual medida, refinamiento de Hollywood y España cañí a partes iguales.

Lo más curioso es que quienes me erotizan de verdad, aquellas personas por quienes en ocasiones siento un deseo súbito, los verdaderos mitos eróticos que se ven pero nunca, jamás se tocan, son siempre extraños, hombres (y mujeres) anónimos que me cruzo por la calle, en aeropuertos, por Madrid o en alguno de mis viajes. Y siempre es un olor, un color, la textura de una prenda de ropa, un peinado, un sonido, o (¿por qué no admitirlo?) un buen culo lo que me atrae de ellos. A todos esos mitos eróticos anónimos y a todos mis fieles lectores, de quienes espero muchos palos y a quienes espero proporcionar muchas risas, estarán dedicadas todas las entradas que escriba en esta sección.

Qué bonito me ha quedado.

sábado, 20 de septiembre de 2008

Raíces

No, no voy a escribir sobre Kunta Kinte.

El martes vi un programa en televisión que me dejó bastante sorprendido y, tengo que admitirlo, emocionado. Era sobre emigrantes españoles en Australia. Conozco, como todos, la historia de la emigración española en las décadas centrales del siglo XX, dirigida sobre todo a países europeos y, en menor medida, latinoamericanos, pero no sabía que hubiese un núcleo tan importante de españoles que hubiesen decidido a marcharse a buscar mejor vida ni más ni menos que a las antípodas.

La emigración en sí no me parece dramática, ni mucho menos, cuando es el producto de la decisión libre de quien decide abandonar su país para mejorar sus condiciones de vida. En realidad debe beneficiar a todos: sobre todo al emigrante, que encuentra prosperidad y, generalmente, mayor libertad en el país de acogida; para éste, la mano de obra inmigrante supone una fuente barata de mano de obra y de impuestos que sirve para acelerar el crecimiento económico. Estas consideraciones generalistas y necesariamente simples contrastan sin embargo con la realidad terrible y criminal de la emigración forzada y el tráfico de personas pero sobre todo con la descripción de cada una de las experiencias personales, verdaderas aventuras nomádicas que, en boca de los españoles en Australia, me tocaron la fibra sensible, siendo como soy nómada de vocación.

Es curioso como los testimonios de estos españoles coincidían en muchas cosas: casi todos decían “vine por dos años y ya llevo más de cuarenta”. Sorprendía ver cómo todos han conservado el idioma, y eso que además venían de todos los rincones de la península, algo que también me llamó la atención, pues mi experiencia hasta ahora es que nuestra emigración fue muy regional, canarios a Venezuela, vascos al Reino Unido, gallegos a todas partes… No podía dejar de preguntarme si los hispano-australianos habrán tenido una vida mejor allá de la que hubiesen tenido de haberse quedado acá, pues de eso se trata cuando decides dejarlo todo. Quizá a la larga sí hayan tenido mejor vida, pero no hay duda de que los inicios tuvieron necesariamente que ser duros, con trabajos muy inferiores a sus cualificaciones profesionales. Ahora, 40 años después, disfrutan de un sistema prestacional que debe ser muy similar al que las personas de su edad tienen en España. Pero ellos dejaron atrás familia, amigos, su propia tierra. Pasado tanto tiempo, con sus vidas australianas hechas, consolidadas y –no nos engañemos- sin tanto tiempo por vivir, se dejan llevar por la rutina, siempre reconfortante, y ven un posible retorno a su tierra de origen como una entelequia, un deseo cuyo cumplimiento parece llegar siempre demasiado tarde.

Soy consciente de que escribo todo esto con frialdad, tanto más cuanto que además describe en parte la situación que vivimos desde hace al menos un década en España. Pero es que siempre he considerado que no tengo raíces. Nací y crecí en Madrid, pero he vivido en bastantes sitios. En todos he sido feliz pero nunca los he echado de menos, como no he echado de menos mi ciudad cuando he estado lejos. Lo curioso es que me veo ahora defendiendo Madrid, afirmando, como hice en la autoentrevista, que es el lugar donde deseo vivir. Y me pregunto si en el fondo no será un señal de madurez (quiero decir, de que me estoy haciendo mayor) intentar identificar unas raíces propias, un punto de referencia personal, cultural y familiar por mucho que uno se pretenda, en un ejercicio lamentable de papanatismo, “ciudadano del mundo”.

Volveré a vivir en otros lugares, en otras ciudades y de nuevo, como siempre me ha ocurrido al cambiar de país de residencia, sentiré la excitación tan estimulante de empezar una nueva aventura, de conocer nuevos rincones y personas, y al cabo de un tiempo (una semana, 20 días, un par de meses) me sentaré en la cama, antes de acostarme y me preguntaré, una vez más, “¿y qué hago yo aquí?”. Y justo antes de dormirme haré repaso de mi vida, de lo mucho que he hecho y de lo mucho que me queda por hacer, y echaré de menos a mi madre y hermanos, a mis amigos, la sonrisa de la dependienta de la frutería, la luz de la tarde que justo ahora, mientras escribo esto, entra por la ventana en plan "Chica de Ayer", o los perros de mi barrio. Y al día siguiente no me acordaré de nada.

domingo, 14 de septiembre de 2008

Autoentrevista (epílogo)


Cierro esta autoentrevista con tres preguntas formuladas por Pilar y homo-sapiensis. Pilar me hizo otra que ya incluí en la anterior entrega (la referente a "En busca del tiempo perdido", ella sí se lo ha leído entero). Gracias a todos por los comentarios y la paciencia. Dejo una fotillo mía, en Sevilla, de regalo.

- ¿De verdad le parece adecuado que la sanidad pública le costee a la petarda de turno siete operaciones de retoque de nariz y un número ilimitado de liftings?
- No, no me parece bien. Pero yo hablaba de medicina pública y eso no es medicina. De hecho, siempre me ha sorprendido que la gente se asuste cuando alguien muere en una liposucción y el “médico” que la estaba haciendo no era en realidad un “médico”. La cirugía estética (sobre la cual, aunque no me pregunte, le diré que no tengo una opinión definida) no es en ningún caso, salvo el reconstructivo, medicina. Así que, ¡fuera de la sanidad pública!
- ¿Tiene Usted algún reto, ideal, u objetivo por lograr?
- No, y sí. Me explico. Prefiero no cuantificar los objetivos. Como he dicho antes, me paso el día haciendo planes, pensando en el futuro, pero lo hago evitando en todo momento tomarme demasiado en serio. Hay muchas cosas que me gustaría hacer, lugares que visitar, trabajos que realizar. Le pongo ejemplos. Me encantaría tener un programa de radio, me encantaría escribir novelas, ya he dicho en el blog que siempre jugué con la posibilidad de abrir una librería, me gustaría escribir junto a mi esposo un libro de recetas de cocina, me gustaría tener una casa en Cantabria, me gustaría vivir en San Francisco, o en Nueva York, me gustaría cuidar un jardín, me gustaría criar perros. Y tantas otras cosas que en realidad son aspiraciones que, por concretas que sean, no salen del terreno de la abstracción y que muy probablemente nunca sucedan. Si alcanzo alguno de estos deseos, estaré encantado; si no lo hago, también. Una de las cosas que me gustaría alcanzar es tener un trabajo en el que no necesitase pensar, tomar decisiones o que acarrease responsabilidades y que, al mismo tiempo fuese entretenido y me diese satisfacciones. Lo sé, eso es una utopía, pero yo me veo de limpiaventanas, el problema es que no paga lo a mí me gusta. Es la pena de ser consumista. Más en serio, quizá haya un deseo no satisfecho que sí me habría gustado haber conseguido, aunque ahora desde luego no entra en mis planes. Me habría gustado tener hijos. Pero no los tengo, ni los he tenido, ni los tendré. Soy un “hijo sin hijos”, como define Enrique Vila-Matas a la gente como yo en su novela del mismo título, muy recomendable por cierto.
- ¿Cuál es su hora favorita del día? Y ¿por qué?
- Me encanta esta pregunta. Me gusta la mañana, temprano, porque queda todo el día por delante.

viernes, 5 de septiembre de 2008

Autoentrevista (3)

- Se le nota enamorado
- Es que lo estoy, y llevo así más de 10 años. Tengo mucha suerte, encontré sin buscarlo a la persona perfecta para mí. Bueno, es perfecto para mí y lo sería para cualquiera, pero no sigo porque si le doy publicidad todo el mundo va a intentar quitármelo. Siempre he pensado que se podría trazar toda la historia de la Humanidad como un intento de buscar la "salvación". Lo que nos salva, en mi opinión, es el amor. Nos salva el amor y estar abiertos a todo, con curiosidad y sin prejuicios, y aceptar a todos como son. Yo tengo muchas manías y soy muy criticón, pero mis críticas nunca son morales. Eso sí, me cebo en lo estético.
- ¿Por qué odia tanto las chancletas?
- No las odio en sí mismas, de hecho las uso en la playa o en la piscina. Lo que me espanta es llevar chancletas por la ciudad. A veces veo gente a las 8 de la mañana por la calle yendo a trabajar (o a lo que sea) en chancletas, y ya tienen los pies negros. Las chancletas suelen ir unidas a los pantalones pirata, que son otra de mis fobias. Lo peor de todo es que, gracias a la globalización, el fenómeno chancletero se ha extendido por todo el mundo. He visto señoras de cierta edad y peso en chancletas por Manhattan en pleno invierno. También vi el otro día en un hotel de campo británico a una joven con un vestido de fiesta y una estola de piel que llevaba sandalias de cáñamo y medias. Lo feo ha triunfado. Recuerdo cuando vi la portada del álbum "You've come a long way, baby", de Fatboy Slim, hará unos diez años. Me partía de la risa viendo la foto de ese chico tremendo de gordo, casi como si fuese un ser de otro planeta. Ahora se ve gente así por todas partes, y de todas las edades y condiciones. El vídeo de la canción "Right here, right now" ponía a ese chico como resultado final en un montaje visual de la evolución del ser humano. Va a tener razón.
- Yo diría que esa crítica es moral más que estética.
- No le digo que no, es muy posible que tenga Usted razón. Me hago mayor a pasos agigantados. Y tremendamente cascarrabias. Lo más tremendo de hacerse mayor es que uno se da cuenta de que los padres tenían razón en todo. Bueno, en casi todo.
- Hablando de cascarrabias, y ya que esto parece un cuestionario Proust, ¿de verdad se ha leído al completo "En busca del tiempo perdido"?
- …… Me ha pillado. Me falta "Albertine disparue", aunque sí he leído "Le temps retrouvé", que cierra el ciclo. Pero prometo leerlo entero. El problema es que cada vez que lo intento empiezo desde el principio y me propongo terminarlo, así que he leído varias veces "Du côté de Chez Swann", pero acabo parando en algún momento.
- ¿Cuál es su canción favorita?
- Siempre digo que es "Summer Samba", la samba de verano, en versión cantada por Astrud Gilberto con el órgano estratosférico de Walter Wanderley, la he encamado ya en el blog. Pero hay un par de canciones, ambas de finales de los 70, a las que siempre vuelvo: "Angel Eyes" de Roxy Music y "FM" de Steely Dan. Quizá podría añadir "Miro la vida pasar" de Fangoria, aunque tendré que esperar 25 años a ver si me sigue gustando tanto entonces como lo hacen hoy las otras dos.
- ¿De verdad le gustan Las Grecas?
- Claro que sí. Me enloquecen. Me encanta tanto su música como su estilo y su autenticidad, que está fuera de duda. Marcaron una época. Además son gitanas, y los gitanos son mi causa favorita, la minoría que más protección necesita, aquí y en toda Europa. Cierto es que, del mismo modo que uno acaba creyéndose sus propias mentiras, también acaba ajustando su gusto real a las obsesiones de un momento concreto. Quizá esas obsesiones temporales, Las Grecas, Ana y Johnny, Jermaine Stewart, no deberían haberse convertido en gusto auténtico, pero lo hicieron.
- Vamos terminando. ¿Por qué esta autoentrevista?
- Porque releí todo lo que había escrito en el blog antes de irme de vacaciones y me sorprendió lo mucho sobre mí mismo que he escrito, sin que ésa fuese mi intención inicial. Así que, si tengo que abrir mi corazón, como Carmen Maura en "Mujeres al borde de un ataque de nervios", prefiero hacerlo a mi manera.
- Oiga, ¿de verdad le fotografiaron en Nueva York para el Vogue?
- Sí, de verdad, pero no me han sacado. Todavía. Estaba yo muy apesadumbrado aquel día y aquello me hizo felicísimo de golpe. Es de lo mejor que me ha pasado nunca, y anda que no llevo mili, como casi todos, para lo bueno y para lo malo. Frívolo que soy.