sábado, 20 de septiembre de 2008

Raíces

No, no voy a escribir sobre Kunta Kinte.

El martes vi un programa en televisión que me dejó bastante sorprendido y, tengo que admitirlo, emocionado. Era sobre emigrantes españoles en Australia. Conozco, como todos, la historia de la emigración española en las décadas centrales del siglo XX, dirigida sobre todo a países europeos y, en menor medida, latinoamericanos, pero no sabía que hubiese un núcleo tan importante de españoles que hubiesen decidido a marcharse a buscar mejor vida ni más ni menos que a las antípodas.

La emigración en sí no me parece dramática, ni mucho menos, cuando es el producto de la decisión libre de quien decide abandonar su país para mejorar sus condiciones de vida. En realidad debe beneficiar a todos: sobre todo al emigrante, que encuentra prosperidad y, generalmente, mayor libertad en el país de acogida; para éste, la mano de obra inmigrante supone una fuente barata de mano de obra y de impuestos que sirve para acelerar el crecimiento económico. Estas consideraciones generalistas y necesariamente simples contrastan sin embargo con la realidad terrible y criminal de la emigración forzada y el tráfico de personas pero sobre todo con la descripción de cada una de las experiencias personales, verdaderas aventuras nomádicas que, en boca de los españoles en Australia, me tocaron la fibra sensible, siendo como soy nómada de vocación.

Es curioso como los testimonios de estos españoles coincidían en muchas cosas: casi todos decían “vine por dos años y ya llevo más de cuarenta”. Sorprendía ver cómo todos han conservado el idioma, y eso que además venían de todos los rincones de la península, algo que también me llamó la atención, pues mi experiencia hasta ahora es que nuestra emigración fue muy regional, canarios a Venezuela, vascos al Reino Unido, gallegos a todas partes… No podía dejar de preguntarme si los hispano-australianos habrán tenido una vida mejor allá de la que hubiesen tenido de haberse quedado acá, pues de eso se trata cuando decides dejarlo todo. Quizá a la larga sí hayan tenido mejor vida, pero no hay duda de que los inicios tuvieron necesariamente que ser duros, con trabajos muy inferiores a sus cualificaciones profesionales. Ahora, 40 años después, disfrutan de un sistema prestacional que debe ser muy similar al que las personas de su edad tienen en España. Pero ellos dejaron atrás familia, amigos, su propia tierra. Pasado tanto tiempo, con sus vidas australianas hechas, consolidadas y –no nos engañemos- sin tanto tiempo por vivir, se dejan llevar por la rutina, siempre reconfortante, y ven un posible retorno a su tierra de origen como una entelequia, un deseo cuyo cumplimiento parece llegar siempre demasiado tarde.

Soy consciente de que escribo todo esto con frialdad, tanto más cuanto que además describe en parte la situación que vivimos desde hace al menos un década en España. Pero es que siempre he considerado que no tengo raíces. Nací y crecí en Madrid, pero he vivido en bastantes sitios. En todos he sido feliz pero nunca los he echado de menos, como no he echado de menos mi ciudad cuando he estado lejos. Lo curioso es que me veo ahora defendiendo Madrid, afirmando, como hice en la autoentrevista, que es el lugar donde deseo vivir. Y me pregunto si en el fondo no será un señal de madurez (quiero decir, de que me estoy haciendo mayor) intentar identificar unas raíces propias, un punto de referencia personal, cultural y familiar por mucho que uno se pretenda, en un ejercicio lamentable de papanatismo, “ciudadano del mundo”.

Volveré a vivir en otros lugares, en otras ciudades y de nuevo, como siempre me ha ocurrido al cambiar de país de residencia, sentiré la excitación tan estimulante de empezar una nueva aventura, de conocer nuevos rincones y personas, y al cabo de un tiempo (una semana, 20 días, un par de meses) me sentaré en la cama, antes de acostarme y me preguntaré, una vez más, “¿y qué hago yo aquí?”. Y justo antes de dormirme haré repaso de mi vida, de lo mucho que he hecho y de lo mucho que me queda por hacer, y echaré de menos a mi madre y hermanos, a mis amigos, la sonrisa de la dependienta de la frutería, la luz de la tarde que justo ahora, mientras escribo esto, entra por la ventana en plan "Chica de Ayer", o los perros de mi barrio. Y al día siguiente no me acordaré de nada.

4 comentarios:

Homo-Sapiensis dijo...

Amigo, personalmente este es un tema que me toca y mucho, por ser hijo de unos de esos canarios que emigraron a Venezuela ( como tantos otros) y porque soy emigrante; ya que aunque mis raices son de aqui me crié én otro país. Espero no invadir tu espacio e intentaré no irme por la tangente.

Al tiempo de llegar a vivir a un lugar nuevo, las experiencias, las dificultades, los contrastes esperados o no, las mismas ilusiones o expectátivas (cumplidas o no), hacen que uno se sienta des-enraizado. Es un sentimiento que golpea duro, el sentir que no se pertenece ya a ningun lugar, pero también es cierto que visto desde otra óptica, como tu mismo dices, uno puede pensar que realmente uno es de muchos lugares; un ciudadano del mundo, y eso tiene también sus cosas positivas, afortunadamente... El dilema esta en si se pertenece a donde se quiere pertenecer, o si se pertenece a algún lugar que debamos descubrir para sentirlo... Las necesidades, las metas y las ilusiones nos hacen movernos de un lugar (muchas veces de forma obligada, desde adentro o desde afuera), y siempre nos preguntamos, ¿he hecho bien en venir?, ¿quiero quedarme?... ¿ a dónde ir?... Aunque los medios modernos de hoy día debería facilitarnos el poder ir de un lugar a otro con mayor facilidad que hace unos años atrás, por otro lado la situación actual ha he hecho que se creen muchas barreras, seguro que más ideológicas que físicas. Y por otro lado no sólo estan los que van, o vamos, también estan los que vuelven... El reecontrase con un lugar, una familia, amigos y personas, incluso costumbres que ya no son lo que eran. Al final, llegas a la conclusión de que, a pesar de que suene egoísta o que otros lo vean asi, para seguir adelante, e incluso para sobrevivir, vayas o vuelvas, lo único que te queda es asirte y aferrarte a tí mismo. Recibe un fuerte abrazote

Squirrel dijo...

Qué razón tienes. Uno se aferra a uno mismo y también a lo más próximo, en mi caso mi pareja, mi perra o mis libros, sin los cuales no me muevo.

En mi caso el nomadismo siempre es profesional y temporal y sé que en ninguno de los lugares donde vivo me quedaré para siempre. Por eso llevo un tiempo aferrándome a Madrid, que me gusta pero a la vez me irrita enormemente. Empiezo a sentir la necesidad de encajar, de pertenecer a algún lugar...

Gracias por compartir!

El Cinéfilo Ignorante dijo...

Lo primero es lamentar no haber escrito comentarios en tus encantadoras entradas previas. Las (auto)entrevistas me han divertido y he aprendido. Se transparenta una alegría por vivir que ya quisiéramos muchos y un odio por las chanclas que comparto abiertamente (¿Hay combinación peor que viajar en avión en chandal? Claro, es que es tan cómodo...).

No he conocido la emigración en sí, pero he vivido el cambio de ciudades. He vivido por décadas: los 70 en Valencia, los 80 en Granada, los 90 en Córdoba y los 00 en Málaga. Está lejos de mudarse a Australia en plan Go West, pero también he experimentado el cambio de ambiente aun dentro del mismo país que tiene una perspectiva mala ("No tengo tierra propia") y buena ("Me puedo adaptar").

Admiro la conservación del idioma, que es el patrimonio más importante junto con la cocina. Admiro el contacto con el país de origen aun habiendo encontrado un lugar en el que vivir de forma definitiva.

¿Las barreras para moverse? Comparto lo de la pareja. Esto le retiene a uno, y es una pena. Podemos dar mucho de nosotros mismos trasladándonos donde nos pide el cuerpo y las ganas de progresar, pero... las ataduras del corazón (con perdón de la cursilería) me pueden, nos pueden.

(Gracias por tus comentarios, Becking...)

...E "Introspective" sigue siendo un GRAN disco.

Squirrel dijo...

Gracias Polo, por los comentarios al post y a la autoentrevista. Ay las chanclas... Ay el chándal... Tengo que reconocer que el chándal ya no me enfurece, simplemente lo ignoro. Hay tanto suelto que ni merece la pena molestarse.

Has vivido en buenos sitios, me quedo con Málaga. Una de las ciudades más desconocidas de España, a ver si vuelvo por ahí que hace siglos que no voy.

Introspective es lo mejor. Abrazos.