domingo, 27 de abril de 2008

El resto es ruido

Acabo de terminar de leer un libro muy interesante, llamado "The rest is noise", de Alex Ross.

Se trata de una historia de la música "culta" del siglo XX y empieza contando cómo en 1906 tuvo lugar en Graz (Austria) una de las primeras representaciones de la ópera "Salomé" de Richard Strauss, dirigida por el autor, y que contó con la presencia entre el público de miembros de la realeza europea, los compositores Mahler, Schönberg, Alban Berg, Alexander Zemlinsky y Puccini y (aunque nunca quedó del todo claro), el mismísimo Hitler, que tenía entonces sólo 17 años. Menudo momento. Salomé es quizá la primera ópera atonal, donde la teoría de la armonía musical desarrollada en occidente a lo largo de siglos queda aparcada casi por completo.

El libro de Ross es, en el fondo, una historia cultural del siglo XX, y mezcla mucha erudición musical (por mucho que haya estudiado solfeo, me he perdido bastantes veces en las descripciones de las características técnicas de muchas obras) y una descripción cronológica y temática de la música del siglo pasado. La conclusión que uno saca del libro es que en el siglo XX es imposible separar música y política, cultura e historia. Todo momento y movimiento político tienen su música: las óperas de Kurt Weill, serias y populares a la vez, en la República de Weimar, las operetas de Léhar, los monumentos musicales germánicos de Wagner o Strauss y la atonalidad de Webern en el tercer Reich, el neoclasicismo sinfónico estalinista de Shostakovitch, la atonalidad estricta y dictatorial de Boulez en el estado del bienestar de la Europa occidental de las últimas décadas del siglo, o el sinfonismo boreal, meláncólico, autárquico y ciertamente alcohólico de la Finlandia de Jan Sibelius.

Para el autor, y para cualquiera que conozca algo y disfrute de la música del siglo XX, sólo se salvan en realidad los verdaderos genios: Schönberg como padre de la novedad del dodecafonismo, Berg como autor de la inconmensurable "Wozzeck", Stravinsky con su herencia rusa y su negativa a utilizar la atonalidad estricta, Weill y Gershwing como los únicos que supieron realmente mezclar música culta y popular, Britten y su ópera Peter Grimes como camino personal y plenamente original, Aaron Copland como ejemplo del siglo de hegemonía de los Estados Unidos. Coincido con su apreciación, quitando mi casi total desconocimiento de la obra de Copland y con la excepción de Stravinsky, a quien considero muy sobrevalorado –he escuchado muchas veces el Rito de la Primavera mientras leía el libro, en casa y en el iPod, y sigo sin entender su magnetismo, me pasa lo mismo con su concierto para violín o la ópera "The Rake's Progress"; toda su obra me parece un gran trabajo de apropiación y reciclado de ideas ajenas y, en mi opinión, de poca originalidad, algo parecido a lo que pienso de Jean Cocteau y Picasso (que quede claro: no digo que no me guste su obra, pero pienso que en todos los casos, está hecha de retazos de inspiración ajena, hábilmente reciclados y adaptados, es una actitud, como habría dicho Rimbaud, absolutamente moderna, pero en gran medida superficial, poco sincera).

La conclusión del libro, que se disfruta mucho leyendo, es que la música del siglo XX refleja que toda la era fue una edad de extremos y extremismos (la expresión es de Eric Hobsbawn, no mía) y que al final es imposible separar música culta de música popular, pues se han ido influyendo mutuamente hasta llegar a una amalgama curiosa en la que hoy es difícil discernir si estamos ante una canción de Björk o una obra de los compositores "emergentes" Thomas Adès u Oswaldo Golijov. En el libro sólo he echado de menos referencias a Las Grecas, pero estoy empezando a acostumbrarme al hecho de que sólo algunos iniciados, privilegiados y con memoria, aún respetamos desde el recuerdo su inmenso legado.

domingo, 20 de abril de 2008

Enlace

Me han puesto un enlace. Me han puesto un enlace. Me han puesto un enlace. Me han puesto un enlace. Me han puesto un enlace. Me han puesto un enlace. Me han puesto un enlace. Me han puesto un enlace. Me han puesto un enlace. Me han puesto un enlace. Me han puesto un enlace. Como Wickie el Vikingo, ¡estoy entusiasma-do!

Se lo debo a El otro amante, a quien estoy enormemente agradecido. Y por cierto, su blog merece la pena, y mucho, ser visitado. Tiene un gusto en pintura increíblemente original. Cuando aprenda a poner enlaces, el primero será, por supuesto, a su blog. Pero sigo siendo un analfabeto informático, tendré que aprender a hacerlo.

domingo, 13 de abril de 2008

En Lisboa


Hace unos 25 años, cuando tocaba en un grupo pop, escribí una canción tras mi primera visita a Lisboa, una ciudad que desde aquel primer día está en el panteón de favoritas. He recuperado la letra y, la verdad, no está nada mal. Se llamaba "La lluvia de Alfama". Aquí la dejo:

Soñé que soñaba que estaba en Alfama
Mientras dormía la siesta al sol
Oí el repicar de campanas al tiempo
Que un grito que corta el viento

Soñé con la cálida lluvia de Alfama
La lluvia de agosto, sensual y febril
Y en el sueño secreto de una noche de verano
Dos barcos se cruzan, sin saludar

Te hablé de amor
Sintiendo tu mirada,
Callada, entre los dos
Recuerdo aquel lamento,
Tan lento

No volveré
A menos que prometas,
Que, mientras,
No reabrirás
Nuestra herida.

Soñé con las calles, cayendo hasta el río
Con su olor a laurel, a fado y a alcohol
Y soñé con tu rostro que se iluminaba
Y con tu trémula voz, que me hablaba de amor.

Soñé que volvía y no te conocía
Había cambiado tu enfermo corazón
Y tu cuerpo temblaba al alma de frío
Y temía a la muerte con fascinación.

Soñé que algo soñaba que estaba en Alfama
Mientras dormía la siesta al sol.

Se nota mucho, creo, que por aquel entonces leía a Pessoa y a Borges. Y también que estaba deprimido. Ahora no utilizaría epítetos esdrújulos, como cálida o trémula, aunque tengo que reconocer que por mucho que deteste las palabras esdrújulas son muy útiles en las letras de canciones. Tampoco hablaría de fado. Recuerdo que imaginé unos arreglos vocales preciosos, a cuatro voces, al estilo del inicio de los setenta, en plan "dava-dava-dava-dá". La canción, que tenía un ritmo medio de bossa-salsa y una línea armónica muy similar (¿copiada?) a "On the Beach" de Chris Rea, nunca entró en el repertorio del grupo, pero al contrario que otras de aquella época, la recuerdo bien y de hecho aún puedo tocarla.

He estado veinte años sin ir a Lisboa y he vuelto ahora dos veces en el plazo de tres meses. Entonces me impresionaron sus pastelerías, sus cuestas y las aceras, las más bonitas que haya visto, y me llamó muchísimo la diversidad racial, que aquí no existía. Ahora lo que más me gusta de la ciudad son sus jardines botánicos y la vegetación en general, los detalles art-déco por toda la ciudad, las plazoletas arboladas. He podido comprobar que al contrario que en la canción que escribí, Lisboa es una de esas ciudades que, afortunadamente, sigue siendo reconocible en su belleza y su ambiente inconfundible, a la vez nostálgico y alegre, gris y colorista, verde y azul, ordenado y caótico. Pocas ciudades ofrecen soluciones urbanas a problemas orográficos como Lisboa, con tranvías, funiculares e incluso un ascensor para salvar las cuestas tan escarpadas que forman sus colinas.

Precisamente mientras hacía cola para subir en el elevador de Santa Justa, pieza de ingeniería de una belleza casi lírica que ahora es una atracción turística más que una solución urbana, fui testigo una escena que parecía sacada de otra época. Un chaval jovencísimo, no tendría ni quince años, de ojos pardos enormes y procedencia incierta (podría haber sido portugués, español, marroquí, turco, húngaro, rumano o albano-kosovar), tocaba en su acordeón una melodía llena de saudade, casi recostado sobre un escalón. A un metro de distancia estaba su perro, diminuto y muy feúcho, en posición de alerta, con una oreja gacha y la otra levantada, los ojos cerrados pero ciertamente despierto, sujetando con sus pequeñas fauces un tarro en el que la gente dejaba monedas. Parecía, como digo, una escena imaginada por John Steinbeck, pero en otra época y otro lugar. Pensé en hacer una foto, al menos al perrillo (me lo habría llevado a casa), pero decidí que era mejor fijar el recuerdo en mi memoria, que siempre le dará el barniz melancólico que la lente óptica nunca es capaz de captar.

sábado, 12 de abril de 2008

Falsos Rumores

Pero ¿cómo no me van a gustar los años 70? Este vídeo, esta canción, agrupan muchas de las cosas que me gustan de la década: la ropa (jamás me pondría un mono rosa, pero me encantaría haber sido capaz de atreverme), la peluquería, la música (a fijarse en los arreglos: la sección de viento, el sintetizador haciendo bajos, la guitarra con efecto "wah-wah"). Y la estética en general: el vídeo es en sí un viaje de ácido.

Sé de sobra que no estoy descubriendo nada nuevo, pero esta canción eleva a Raffaella Carrá al Olimpo Pop, aunque es cierto que sin ella estaría en las profundidades del chochi más rancio. En la época de Rumore yo me preguntaba si Raffaella no estaría imantada: el pelo, por mucho que lo agite (y mira que lo agita), siempre vuelve a su sitio inicial. Pero lo realmente impresionante es como echa todo el cuerpo para atrás sin caerse. De pequeño la imitaba, y siempre daba con mis huesos en el suelo. Y acabo de intentarlo de nuevo, y creo que me he roto una lumbar. Ay.


martes, 8 de abril de 2008

En Nueva York (II)


De nuevo estoy en Nueva York. Días soleados, fríos y muy ventosos. Siempre me han asombrado los túneles de viento, de dirección imprevisible, que se forman en la cuadrícula de la ciudad. Hace más o menos una década desapareció una mujer delante de mis ojos en un torbellino repentino que se formó en Park Avenue. Claro está, que se trata uno de esos fenómenos inexplicables, o mitos urbanos propios, como el del perro al que oí decir "buenas noches" en Lisboa hace más de 20 años, que recuerdo vivamente pero de los que me cuesta asegurar su veracidad.

Encuentro en Grammercy Park un restaurante de nombre insólito, al que hago la foto que encabeza esta entrada. Me sorprende no haberme fijado en un nombre tan sugerente, teniendo en cuenta que se trata de un rincón favorito de la ciudad, uno de los respiraderos verdes que tanto me gustan y de los que hablé en un post anterior. Veo edificios nuevos e interesantes, frente a otros muy feos, voy a restaurantes nuevos y fabulosos y a otros normalitos y aburridos. Me quedo dormido en la ópera. Descubro a una nueva cantante favorita en un recital de Joyce DiDonato. Gente guapísima por la calle, hombres y mujeres. Sólo dan la nota los turistas europeos y norteamericanos. Dejando aparte el poder de la chancleta, tan vigente aquí como allá, haga calor o se esté bajo cero. La ciudad me da la impresión de estar en un dulce y tranquilizador estancamiento, en la que ya no parece que todo tenga que ser nuevo para ser bueno.

¿Viviría en Nueva York? Por supuesto. ¿Sería feliz en Nueva York? He sido feliz en (casi) todos los lugares donde he vivido, así que las posibilidades son elevadas. ¿Colmaría Nueva York mis expectativas? Es difícil saberlo. Mis expectativas no son tan altas como lo eran hace unos años, cuando anhelaba vivir en Manhattan de modo animal, irracional, incluso estúpido. Pienso que ahora disfrutaría más de todo lo que la ciudad tiene que ofrecer, pero me da mucho miedo que el romance que dura ya una vida entera se rompa si nuestra unión se hace física. Pero me da aún más miedo ir y quedarme para siempre, no ser capaz de salir o de vivir en otro lugar. Lo que de verdad me aterra en realidad es quedarme sin saberlo.