martes, 27 de mayo de 2008

Hace 10 años

En algún lugar de este blog he dejado dicho lo mucho que Eurovisión significaba para mí en mi infancia. Recuerdo como si fuese ayer el programa "Pasaporte a Dublín", en el que se escogía la canción que nos debía representar en el festival del año 1971. El concurso previo (algo a años luz de Operación Triunfo) lo ganó Karina, de quien yo estaba perdidamente enamorado, con "En un mundo nuevo y feliz", que luego quedó segunda en el Festival. Como es de esperar, a mí me gusta el Eurovisión de los años 70, el de ganadores como ABBA, Marie Myriam o Anne Marie David pero también de perdedoras como Baccara, que compitieron con "Parlez-vous Français?" por Luxemburgo, país que jamás le ha hecho ascos al mercenarismo musical, y así ganaron mil veces.

La verdad es que luego no lo he seguido mucho. Pero precisamente hace diez años se hizo la luz y, estando curiosamente yo en Israel, ganó Dana International con "Diva". Mujer espléndida de los pies a la cabeza, hecha a medida, con buena voz y nombre artístico lamentable (su nombre de nacimiento es Yaron Cohen y, que yo sepa, en Israel no es posible cambiarlo con facilidad). La canción es normalita pero, como diría Uribarri, festivalera y, a la vista de horrores posteriores, una joya pop. Pero lo importante es que su victoria fue todo un símbolo de libertad, una señal de diversidad y del triunfo del derecho a ser lo que cada cual quiere ser, viniendo sobre todo de un país tan extraño como Israel, donde se junta lo mejor y lo peor (algún día tendré que escribir algo al respecto, pero no me atrevo porque es un tema que despierta pasiones, del tipo violento además).

He colgado el vídeo de la actuación en el Festival, pero fue mucho mejor el número final de repetición, en el que Dana se puso el modelo, con plumas arcoiris en las mangas, que le había diseñado ex-profeso Jean-Paul Gaultier. Se encuentra em Youtube, pero con bastante poca calidad.

viernes, 23 de mayo de 2008

En Nueva York (y III)


Adiós, Nueva York.

Acabo de regresar de la que creo que será mi última visita en bastante tiempo a la ciudad que más me gusta. No he dejado de ir ni un sólo año desde hace 15, muchas veces por trabajo y muchas otras sólo por placer. En Nueva York, en Manhattan, me siento perfectamente a gusto, en simbiosis perfecta entre persona y lugar. Como decía Holly Golightly en Desayuno con Diamantes, "es el lugar donde nada malo puede pasarte". Ella se refería a Tiffany's, yo lo amplío a toda la ciudad. En los últimos años he albergado la nada secreta esperanza de poder trasladarme a vivir allá, y de hecho tenía indicaciones muy positivas al respecto. Sin embargo, ya no se hará realidad, al menos a corto o medio plazo. Las grandes incertidumbres abiertas sobre mi futuro profesional no me inquietan demasiado, pero ciertamente me entristece que no impliquen un traslado a Manhattan.

La verdad es que en el último año he viajado muy frecuentemente a Nueva York y, lo he dejado escrito en este blog, la ciudad me sigue gustando tanto como el primer día en que puse mis pies allá. En esta última visita he evitado ir a los sitios que más me gustan (Greenwich Village, la Morgan Library, las librerías Three Lives y The Strand, el parque, el Whitney, mis restaurantes preferidos) y me he quedado en la parte más anónima del Midtown, pero, como estaba algo deprimidillo por los fracasos profesionales -lo sé de sobra, es lo último por lo que hay que deprimirse- me fui el último día a Barney's a darme algún caprichito caro -lo sé, está muy mal, la terapia consumista no es nada reparadora y es muy feo sucumbir a la tentación fácil y nada barata del lujo ostentóreo, que decía Jesús Gil-. Y justo cuando iba a entrar en la tienda, aún cabizbajo, una chica guapa y rubia, pura neoyorquina (aunque seguro que era de Milwaukee o de Des Moines), de piel tan blanca que casi parecía transparente, me preguntó si me podía hacer una foto. Se dirigió a mí como "sir" en vez de gritarme algo de tipo "dude" o "hey man" que sería lo habitual en Manhattan, y me dijo que la foto era para Vogue, que le hacían fotos en la calle a gente que les gustaba para luego publicarlas.

Y se me curó la depresioncilla, se me fue el mal rollo, olvidé mi promesa de no volver más a Nueva York y de quitarme de en medio lo que minutos antes denominaba "mi enfermiza obsesión" con la ciudad. Le dejé que me hiciera las fotos y me da igual que las publiquen o no. Porque tener cuarenta y tres años y ser parado a la puerta de uno de los templos del lujo de la capital del mundo por una estilista monísima de la más influyente revista de moda que existe, tan sólo porque le has parecido guapo/elegante/simpático tiene mucho mérito. Y disculpa la vanidad, querido lector. Pero es que ese momento, tan frívolo y absurdo, me compensó tantas cosas, me hizo tan feliz de golpe, que no me importa que me saquen en la página de la revista que te dice lo que NO hay que llevar o cómo NO hay que ser, que no me extrañaría que fuese el resultado final.

Decidí que ésta no será mi última visita a Nueva York. Claro que no. Aunque dejaré pasar una temporadita antes de volver, eso sí. No muy larga. Ya veremos. Oye, ¿saldré de verdad en el Vogue? Qué nervios.

jueves, 15 de mayo de 2008

La Edad de Oro

Estando el otro de visita en casa de mi madre, donde siempre hay una televisión encendida, vi que ponían en La 2 uno de los primeros episodios de "Buffy Cazavampiros", y me derretí ante la pantalla con Sarah Michelle Gellar y David Boreanaz, plagados de hormonas en ebullición y alimentando un amor imposible entre un vampiro que no quiere serlo y una exterminadora, designada por poderes supraterrenales, que detesta tener que desempeñar ese papel y sólo desea poder ser otra adolescente descerebrada más.

Para quien no haya la visto la serie, que es espléndida en todas sus temporadas, creando personajes ricos, suscitando cuestiones metafísicas pero también situaciones disparatadas, todo esto sonará absurdo, pero para mí es una muestra de que la primera década de este siglo será recordada, no tengo duda de ello, como la edad de oro de la televisión. O al menos de las series televisivas, que utilizan el formato por entregas para desarrollar historias que la mayoría de guionistas de largometrajes no parecen ser capaces de contar.

Six Feet Under, los Soprano, Sex and the City (todas de la factoría HBO, que parece inagotable), sorprendían por su calidad dramática y nos hacían, al menos a mí, desear que llegase el siguiente episodio lo antes posible. También series más intranscendentes, de canales tradicionales, como 24, House o Mujeres desesperadas, están a años luz de su equivalente del pasado. Y eso que esto lo escribe un fan declarado de Miami Vice, los Ángeles de Charlie o Starsky y Hutch (los tres segundos de imagen de los títulos de crédito en que salía Paul Michael Glaser entrando en una sauna llevando sólo una toalla a la cintura formaron parte de mis sueños durante años).

Dejo un vídeo sacado de The L Word, cuya primera temporada es quizá lo mejor que se haya hecho nunca para televisión. Y de fondo, una de mis canciones favoritas de todos los tiempos.