sábado, 27 de diciembre de 2008

Mitos eróticos: modosas, viciosas

Año 1993. Hacía poco que había conocido a mi amiga Pilar y ella lanzó al grupo en el que ambos nos encontrábamos una de sus famosas preguntas retóricas que generalmente sólo yo parezco querer contestar: “Si volvieses a nacer, ¿Quién elegirías ser?” No lo dudé ni un segundo y contesté con firmeza y certeza absolutas: “Charlene Tiltón” (pongo la tilde para que se sepa que lo pronuncié con acento en la “o”). Pilar se inclinaba por Tori Spelling. Nadie más en el grupo comprendía nada. Pilar y yo nos dimos cuenta en ese instante de que estábamos hechos el uno para el otro.

Pero no voy a hablar de Pilar, ni de nuestro amor imposible, sino de Charlene Tilton o, mejor dicho, de un tipo de mujer, llamémosla modosa y viciosa, que me atrae mucho. Modosa en apariencia, viciosa en realidad. O decente pero putón, por utilizar una terminología trasnochada pero graciosa.

Esta foto de Charlene, o mejor dicho, de Lucy Ewing, lo explica todo: sonrisa de niña buena, trencitas de colegiala, bien tapada por la blusa, ojillos de chica obediente. Pero claro, todo era aparecer Ray Krebbs, el ranchero buenorro de “Dallas” y se le disparaba la hormona, le aparecía el canalillo por la blusa y le subían los picores y sudores entreperniles.

Algunas de mis modosas/viciosas favoritas han desfilado ya por aquí, como por ejemplo Ana, Sra. de Johnny. Blusitas campesinas, falditas hippies pero no mucho, pelito ondulado, murmullos suaves… y luego le salía de ese cuerpecillo menudo el espíritu berreante como poseído avant-la-lettre por Mónica Orange-tree, pidiendo que la liberasen del pudor. Ana es buen ejemplo de cómo abundaba la chica modosa y viciosa en los 70. Claro, aún se conservaban las buenas maneras de puertas hacia fuera, pero de puertas adentro… ¡ay! todas guardaban la píldora en su cajón.

También ha aparecido antes en el blog Jessica Harper.

La película el Fantasma del Paraíso me fascina y en tiempos me obsesionaba. Lo mejor era la Harper, que se dejaba corromper sólo por poder cantar y recibir aplausos. La Harper es buen ejemplo de que, además, todas las actrices modosas y viciosas tenían una tendencia innata hacia las películas de terror. Es curioso como hoy, que se ha recuperado el cine de terror gore de Darío Argento (ver títulos de crédito de “Matador” de Almodóvar), se la recuerda como protagonista de la muy angustiosa “Suspiria”. Esa película deja clara qué les pasa a las chicas buenas que deciden seguir el mal camino: acaban descuartizadas, además de mancilladas, claro.

Jessica Harper retomó el papel de Janet, del Rocky Horror Picture Show, en su secuela, hoy olvidadísima (y que hay que recuperar): “Shock Treatment”. La Janet original, Susan Sarandon, era otro prototipo de modosa, que cae en el vicio por obra en esta ocasión de un travestí, Frank’n Furter, que de paso también se cepilla a su novio. Lo bien que se lo pasaban.

Pero la foto que dejo no corresponde al Rocky Horror, sino a “El Ansia”, a la escena en que, al compás de Délibes, Susan se deja seducir por Catherine Deneuve, la madre de todas las viciosas (modosa yo creo que no, en Belle de Jour era más frígida que otra cosa, pero lo dejo abierto para discusión).

Además de Ana (de Johnny), en España tuvimos otra gran modosa y viciosa, que además tuvo un final muy trágico en la vida real.

Sandra Mozarowsky era guapísima y no entiendo cómo no es más recordada. Lo único casi que se encuentra en Internet es información sobre su suicidio con 18 años de edad, cuando había iniciado una carrera cinematográfica prometedora en España (me quedo, aunque sólo sea por el título, con “Call girl: la vida privada de una señorita bien) e internacional (“Tren privado para Hitler), siempre en ese mundo del terror erótico que estaba a caballo entre el cine serio y el del destape más chusco (y entrañable, añado, aunque no me gusta la palabra pero no encuentro otra).

Los años 70 terminan con una de mis películas favoritas de todos los tiempos: Alien, que vi en 1979 en aquel viaje a Estados Unidos del que he escrito ya demasiado.

Difícilmente se puede decir que Sigourney Weaver da el tipo de modosa. Y menos en Alien, primero en plan mujer empoderada dando órdenes a todo quisqui y luego cazando el bicho con un lanzallamas por toda la nave Nostromo. Pero la imagen que he colgado está en mi particular imaginario erótico (como en el de tantos otros hombres de mi generación, mayormente heterosexuales). No es tanto la modestia, como la vulnerabilidad. Es el momento sexual de la película. El espectador CREE que el bicho está muerto, pero SABE que anda por ahí. Y la visión de los huesos pélvicos, los pezoncillos y la braga que apenas oculta el bosque de Sigourney lo despiertan. Era modosa y viciosa sin saberlo.

Termino con Rachel Ticotin.

Quizá alguien se acuerde de ella, pero me arriesgo a pensar que no será así. Interpretó a Melina, el objeto del deseo de Arnold Schwarzengger en otra estupenda película de ciencia-ficción, “Total Recall”. La incluyo principalmente porque ella es la verdadera modosa/viciosa. Me explico: cuando el personaje de Arnold va al centro de sueños “Rekall” a montarse una aventura virtual en Marte, le piden que describa a la chica que quiere que lo acompañe y dice (su mujer era Sharon Stone, por cierto) que le gustan morenas y atléticas. Y sobre su actitud dice, mientras va cayendo dormido por la anestesia, que quiere que la chica del sueño sea “modosa”… y abre los ojos y dice “viciosa”. En inglés es aún mejor: “demure… sleazy”.

Aunque sólo fuese por eso, no podía faltar en esta lista.

miércoles, 24 de diciembre de 2008

Navidad

Suelo decir que no me gusta la navidad, pero es que tengo sobrados motivos para ello. Cuando tenía muy pocos años de edad, una noche de 5 de enero, cuando mis hermanos y yo estábamos esperando con la mayor ilusión la llegada de los Reyes Magos, se murió mi padre. A partir de ese preciso instante dejé de creer, por supuesto, en los Reyes y en Papá Noel (qué remedio) pero también en otras historias, llamémoslas sobrenaturales. Concepciones inmaculadas, resurrecciones, milagritos de panes y peces. Tengo la enorme suerte de que la religión apenas me haya afectado directamente a lo largo de mi vida. Tengo muchos conflictos internos, imagino que como todo el mundo, pero el religioso, y doy gracias a dios por ello, no es uno de ellos.

Cuento esto porque a pesar de mi descreimiento o descreencia me gusta llamar las cosas por su nombre, y me da cierta rabia que en aras de la maldita corrección política ahora la gente deje de desear feliz navidad, no sea que el otro u otra pertenezcan a una denominación religiosa que no celebra estas cosas y se sientan por lo tanto ofendidos. Tranquilos, no me voy a poner pesado contando lo que todos saben y es que algunos de los primeros padres de la iglesia hicieron coincidir (¿milagrosamente?) el nacimiento de su mesías particular con la celebración (pagana y universal) del día más corto de cada año, señal de renovación, de inicio de un nuevo ciclo vital.

La Navidad es un invento divertido, kitsch y muy disfrutable. Proporciona una excusa para beber y comer o hacer lo que a uno le dé la gana sin más límites que lo que cada uno se imponga. Lo curioso es que las costumbres más tremendas, incluso aquéllas que caen en la denominación de lo peor de todo, empiezan a hacerme gracia. Por ejemplo, nunca comprendí la fruición (relativamente reciente) de los madrileños por comprarse y ponerse por navidad las pelucas más absurdas y horripilantes que haya. Y este año, por algún motivo que no acierto a comprender, lo encuentro todo muy gracioso. Aquí nos vamos por lo colorista, lo ruidoso y el espumillón. Bienvenido sea todo. En otras latitudes, la celebración es algo más sobria. Los villancicos tradicionales ingleses son una maravilla. El vino templado y especiado del norte de Europa, glög, es repulsivo (pero calienta el gaznate). Y la Quinta Avenida de Nueva York se pone aún más bonita y elegante que de costumbre.

Nunca he pasado la Navidad en Nueva York. Lo más cercano a ello fue hace doce años, cuando estuve allá por trabajo un mes, justo hasta mediados de diciembre. Me encantó el despliegue de la maquinaria navideña y su “buen gusto”: la iluminación de árboles y edificios, la decoración de los escaparates, los coros de villancicos. Es posible que toda la decoración fuese muy monocolor, en plan Preysler, o los villancicos demasiado ensayados. En aquel momento todo me pareció maravilloso. Coincidió además con la que fue (y probablemente será, salvo que cambien radicalmente las cosas, que ya lo dudo) mi última relación con una mujer. Fueron sólo tres días y todo fue muy torpe. Pero nos gustábamos mucho, éramos jóvenes y guapos (ella sobre todo, lo sigue siendo), y comimos, cenamos y bailamos como si tuviésemos toda la vida por delante. Ambos sabíamos entonces de sobra que no sería así pero decidimos dejarnos llevar por la ciudad (las torres gemelas, vistas desde West Broadway, refulgiendo doradas en la noche), el frío inenarrable y el ambiente navideño. Cada uno siguió luego por su lado, con su vida. Hoy seguimos siendo amigos. Nunca hemos hablado de ello, ni falta que hace.

Eso sí, si hoy me gusta la Navidad, si me abro a ella y me dejo llevar por su torrente más kitsch, colorista, glotón y bebedor es gracias a mi adorado marido, que se dedica a las fiestas con una devoción tan enternecedora como contagiosa, que me ha hecho enterrar para siempre aquella noche de Reyes tan fatídica -del mismo modo que me ha hecho enterrar tantos otros complejos, inseguridades y miedos, nunca te agradeceré lo suficiente todo lo que me has dado. Y aquí estoy, escribiendo en el blog como modo de escaquearme de tener que batir huevos, rellenar pájaros muertos con castañas, hornear tartas y pastelillos, pelar patatas, lavar coles de Bruselas o abrir botellas de cava. Bueno, a lo de abrir botellas sí me apunto.

Dejo de regalo una de mis escenas de cine favoritas de todos los tiempos. Sucede al final de Everyone Says I Love You, de Woody Allen, quien baila con Goldie Hawn al borde del Sena. Recuerdo perfectamente que vi la película en Nueva York un par de días después del breve “flirt” que he contado hace un par de párrafos. Y recuerdo que salí del cine en éxtasis, bailando y flotando en el aire, que es como me siento ahora, después de volver a ver la escena y contagiado del espíritu navideño. Quién me iba a decir a mí que iba a acabar disfrutando de estas fechas tan señaladas.

Feliz Navidad a todos.

jueves, 11 de diciembre de 2008

Pisco Sour

Dios me libre de meterme en polémicas sobre si el pisco viene de Chile o de Perú. O de Perú o Chile. Ambos países parecen buscar permanentemente una excusa para ir a la guerra, y la "autoría" del pisco es una de esas excusas. Quien tenga interés que busque en una enciclopedia, wiki o de papel.

Yo había probado antes el pisco sour, pero en mi reciente y breve viaje a Santiago me puse ciego. Literalmente. Me tomé 8 cócteles entre aperitivos y la cena (donde también cayó vino blanco. Y un brandy. Estoy en fase alcohólica, cualquiera diría que se acerca Navidad). Soy de los que presume de que no bebe.

Pero ¡qué bien me sentaron los "pisco sours" que me tomé! Qué rico, qué maravilla, cómo entra. Tan acidito, tan ligerito. Y nada de dolor de cabeza. Bendito Ibuprofreno.

He encontrado este vídeo en YouTube sobre cómo hacer un pisco sour: pisco, zumo de lima, jarabe de goma, clara de huevo y angostura. Había otros vídeos, pero éste no es ni peruano ni chileno, sino de un barman muy salado de Nueva Orléans. Y como escribí anteriormente sobre Nueva Orléans, sigo en onda.

Acabo de llamar salado a un señor. Me estoy haciendo mayor. Necesito una copa.

lunes, 8 de diciembre de 2008

Handcarved coffins


Me reincorporo al quehacer bloguístico, que nunca abandoné del todo, pero que he dejado hibernar durante unas semanas.

No hace mucho, mi buen amigo Miguel me dio una copia de un papel que habíamos escrito él, otro amigo común, Alberto, y yo hace más de 11 años. Era una lista de nuestros libros favoritos. Me impresionó comprobar al verlo que, a pesar del tiempo pasado, mi lista de entonces era casi idéntica a la de ahora, que es la que está en el perfil de breckinridge. Con una excepción de importancia. En el perfil no he incluido, y no sé bien por qué, “Handcarved coffins”, de Truman Capote.

Nunca me cayó bien Truman Capote. Se juntan varios motivos: no me gustan las personas que hacen ostentación de sus vicios o alardean sus miserias; me resultaba desagradable físicamente, su transición de efebo a ectoplasma es lamentable (¡Qué mal envejecen los chicos guapos!); su obstinación con el cotilleo era enfermiza y excesiva hasta para mí; el hecho de que mi idolatrado Gore Vidal lo odiase no ayudó a que mí me cayese bien.

Ahora bien, una cosa es que no me cayese del todo bien y otra es mi juicio sobre los libros que escribió. Él siempre defendía que era preferible escribir poco pero bueno que publicar y publicar sin cesar, esperando que alguna de las obras publicadas salga bien. Su producción literaria es corta, y si no toda de primera fila, al menos siempre es muy interesante y está muy bien escrita. Siempre he pensado que si él hubiese escrito”To kill a mockingbird”, novela de la que es uno de los personajes principales, estaría en los más elevados altares de la historia de la literatura, pero tiene a su favor haber inventado la novela periodística o el periodismo novelado, que tampoco se sabe muy bien en qué consiste, por ejemplo, “In cold blood”, la que todo el mundo considera su obra maestra.

Me encantan sus novelas iniciales, como “The grass harp”, con su ambientación sureña: jamás he estado en el sur de los Estados Unidos pero me fascina. Tuve una oportunidad hace un par de años de irme a vivir, post-Katrina, a Nueva Orleáns, que no se materializó, llenándome de tristeza. Me imaginaba pasando tardes eternas de sol anaranjado tumbado en el porche de una casa de madera, alcoholizándome lentamente mirando la vida pasar, quedando empapado en sudor mientras era devorado por los mosquitos. Por supuesto, sé de sobra que ese tipo de vida apenas existe y que tampoco me gustaría en realidad, pero es lo que tiene leer, te transporta a lugares inexistentes y a estados de ánimo y modos de vida distintos y, afortunadamente, inalcanzables.

Me estoy desviando. Además de las novelas sureñas, Capote fue un cronista inigualable de la vida de mediados del siglo XX en Nueva York. Aunque, gracias a Audrey Hepburn, la versión filmada de “Breakfast at Tiffany’s” supera a la novela, ésta tiene unos matices que se pierden en la película, en especial un punto canalla que está ausente de la versión de Blake Edwards, centrada casi en exclusiva en el Upper East Side. Hay ocasiones, finalmente, en que Capote mezcla a la perfección el ambiente sureño y la urbanidad cosmopolita, y ningún ejemplo mejor que “Handcarved coffins”.

El título queda feísimo en español: “Ataúdes tallados a mano”. Tiene en común con “A sangre fría” que se trata, supuestamente, de una narración novelada de un crimen auténtico, pero muchas personas cercanas a Capote dijeron tras su muerte que se trata de ficción pura y dura. A mí me sorprende que estos comentarios se hagan en tono de crítica, pues si realmente se trata de ficción, el mérito del escritor es mucho mayor. El argumento es sencillo: en un pueblo del centro-sur de los Estados Unidos se produce una serie de asesinatos. Lo único que tienen en común, además de la localización, es que todas las víctimas recibían antes de morir un paquete que contenía un pequeño ataúd tallado a mano que en su interior guardaba una fotografía, apócrifa y desconocida, de la víctima.

Se trata de un texto breve, cuyas dos terceras partes iniciales son un diálogo entre el propio Capote y el detective del caso (de nombre formidable: Jake Pepper) y otros personajes de mayor o menor relevancia. Posteriormente, cuando la investigación deja de avanzar y el escritor abandona la escena, cita sus propios diarios de la época para ilustrar los acontecimientos, todo ello sembrado de un relato de sus andanzas por el mundo, que lo deja a uno con ganas de saber más (¿Con quien estaba en Estambul? ¿A quién se refiere al hablar de las fiestas en Nueva York?). El final del libro es una narración del desenlace de la historia, que es espléndido. Recuerdo que cuando vi la película Zodiac, quizá la mejor del año pasado, pensé en los ataúdes tallados a mano.

Capote mezcla los estilos (diálogo, diario, narración) con una aparente gran facilidad. El lenguaje es limpio, sin excesos ni alardes, pero se nota el estilo y el trabajo. Y es que esa facilidad es, como digo, aparente, porque “Handcarved coffins” es la obra de mayor peso que escribió tras “In cold blood” y le tuvo ocupado más de una década, los años del envejecimiento, del deterioro físico, del bloqueo de escritor, de la decadencia de las fiestas. Si algo me sorprende es que no se haya hecho una película (o una obra de teatro) basada en la misma. La riqueza visual y textual del relato lo debería hacer relativamente sencillo, o al menos a mí me lo parece. Hubo intentos en los primeros años 80, tras su publicación, para hacer la versión filmada, pero no cuajaron. E imagino que, a pesar de las dos recientes biopics (ambas buenas) de Capote, ahora no interesan historias filmadas sin superhéroes.

Si escribo todo esto es porque he disfrutado releyendo “Handcarved coffins”, que forma parte de “Music for Chameleons” en un viaje relámpago a Santiago de Chile, tan relámpago que la tripulación del avión era la misma a la ida y a la vuelta. Me ha gustado Santiago, lo poco que he visto, y no esperaba mucho. Pero más sobre Santiago en otro post. Me limito de momento a recomendar un poco de Capote. Y mucho “Pisco sour”. Qué cosa tan buena.